1 Μαρτίου 2009

ΟΜΟΡΦΟΣ ΚΙ ΕΡΩΤΕΥΜΕΝΟΣ ΜΕ ΤΟΝ ΚΛΕΙΝΙΑ

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Ajileas Drugas (Grecia)
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Critóbulo dijo en ese momento: “Debo decir entonces por mi parte las razones por las que me siento orgulloso de mi belleza”. “Dilas”, le contestaron. “Pues bien, si no soy hermoso como lo creo, vosotros en justicia deberíais ser castigados por engaño, pues sin que nadie os obligue a ello, continiamente estáis afirmando bajo juramento que soy hermoso. Yo os creo, porque os considero hombres de bien. Pero si realmente soy hermoso y os pasa a vosotros conmigo lo que mismo que me ocurre a mí con el que me parece que es hermoso, juro por todos los dioses que no cambiaría el hecho de ser hermoso por el imperio del Gran Rey. Porque yo ahora disfruto más contemplando a Clinias que a todas las demás bellezas del mundo. Antes preferiría quedarme ciego para todo lo demás que para Clinias aun siendo uno solo. Estoy incluso molesto con la noche y con el sueño porque no le veo a él, pero me siento muy agradecido con el día y con el sol porque me permiten ver a Clinias. También hay otra cosa por la que debemos enorgullecernos nosotros por ser hermosos, y es que si el hombre fuerte tiene que conseguir sus bienes con su esfuerzo, y el valiente afrontando el peligro, o el sabio al menos hablando, el hermoso, en cambio, incluso sin hacer nada podría conseguirlo todo. Por ejemplo yo, aun sabiendo que las riquezas son una dulce posesión, sentiría más placer dando a Clinias lo que tengo que recibiendo otro tanto de otra persona, y más a gusto sería esclavo que libre si Clinias estuviera a ser mi amo. Porque más facil me resultaría trabajar con él que estar en reposo, y preferiría arriesgarme por él antes que vivir sin peligros (...)”
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Jenofonte: Banquete (Gredos, 1993)
Traducción: Juan Zaragoza

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Jenofonte

Jenofonte (en griego Ξενοφῶν, Jenofón) fue un historiador, militar y filósofo griego, conocido por sus escritos sobre la cultura e historia de Grecia. Nació en el 431 a. C. y falleció en el 354 a. C.).

Biografía
Nace en Atenas en la segunda mitad del siglo V a. C., en el seno de una familia acomodada. Su infancia y juventud transcurrieron durante la Guerra del Peloponeso (431-404 a. C.), en la que participó formando parte de las fuerzas ecuestres. Fue discípulo de Sócrates y escribió diálogos inspirados en su persona. Durante el gobierno de los Treinta Tiranos, Jenofonte se unió a una expedición de mercenarios griegos a Persia conocida como la Expedición de los Diez Mil, contratados por el príncipe persa Ciro el Joven (con quien trabó amistad), que se enfrentaba con su hermano mayor Artajerjes II, el rey de Persia. A la muerte de Ciro en la batalla de Cunaxa, la expedición quedó abandonada a su suerte, por lo que se tuvo que abrir paso a través de 1500 km de territorio hostil hasta conseguir volver a Grecia. El relato de Jenofonte sobre esta expedición lleva por nombre Anábasis y es su obra más conocida. Alejandro Magno consultó durante su invasión a Persia este excelente escrito, que lo ayudó incluso a tomar serias decisiones en el ataque y asedio a diferentes ciudades y fortificaciones.
Tras regresar a Grecia, Jenofonte entra al servicio del rey espartano Agesilao II, que comandaba un cuerpo expedicionario griego para proteger las ciudades griegas de Asia Menor de los persas (396 a. C.). Sin embargo, la alianza griega pronto se rompió y en el 394 a. C. tuvo lugar la batalla de Coronea, en la que Esparta se enfrentó a una coalición de ciudades griegas de la que formaba parte Atenas. Jenofonte tomó parte en la batalla, al servicio de Agesilao, por lo que fue desterrado de su patria. En cualquier caso, los espartanos le distinguieron primero con la proxenía (honores concedidos a un huésped extranjero) y más tarde con una finca en territorio eleo, en Escilunte, cerca de Olimpia, en la que comenzó a escribir parte de su prolífica obra. Aquí se le unieron su esposa, Filesia, y sus hijos, los cuales fueron educados en Esparta.
En el 371 a. C. tuvo lugar la batalla de Leuctra, tras la cual los eleos recuperaron los territorios que les habían sido arrebatados previamente por Esparta, y Jenofonte tuvo que trasladarse a Corinto. Al tiempo, el poder emergente de Tebas originó una nueva alianza espartano-ateniense contra Tebas, por lo que le fue levantada la prohibición de volver a su patria. Sin embargo, no hay evidencia de que Jenofonte retornara a Atenas.
Obra
En sus obras se manifiesta hostil hacia la democracia ateniense y se orienta hacia formas más autoritarias, como las que conoció en Esparta y en Persia. Entre sus obras se destacan las Helénicas, historia de la Guerra del Peloponeso que continúa la obra inacabada de Tucídides, y Ciropedia, una semblanza del rey persa Ciro II el Grande de intención moralizante. Otras obras notables son la Apología de Sócrates, Memorables, El banquete, Agesilao y Hierón.
Fue el pionero en el arte de domar caballos y sentó las bases de la doma clásica con los escritos Sobre la caballería e Hipárquico (sobre el oficial de caballería).
Estilo
Como historiador, Jenofonte tiene notables defectos: no es exhaustivo en la recogida de datos, es olvidadizo y margina hechos de primera importancia. Cuenta las cosas desde su propia perspectiva.
Sus escritos son un reportaje de sus propias experiencias en el ejército. Su escritura es fresca, precisa, rápida, tan sólo alterada por la longitud de algunos discursos.
La claridad y sencillez de sus escritos hicieron que ganara multitud de lectores.

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Simposio (Grecia)

El simposio o banquete era común a todos los antiguos griegos, a quienes les gustaba mucho la alegría de los banquetes con motivo de las fiestas familiares, fiestas de la ciudad o cualquier otro acontecimiento digno de celebrarse: éxitos diversos, sobre todo en los concursos de los poetas o de los atletas, la llegada o la partida de un amigo.
Los banquetes (simposia) hicieron surgir incluso un género literario, como demuestran, entre otros, El Banquete de Platón y el de Jenofonte, y mucho más tarde las Charlas de mesa (Simposíaca) de Plutarco y el Banquete de los eruditos (Deipnosofistas) de Ateneo.
La palabra simposio (griego antiguo συμπόσιον, sympósion), que traducimos por banquete, significa propiamente «reunión de bebedores». Para entenderlo bien hay que saber que cualquier invitación o banquete de cofradía religiosa u otro tipo de asociación (tiaso) tenía dos partes:
En primer lugar se saciaba el hambre con la comida propiamente dicha.
En segundo lugar se procedía a la ingestión de bebidas, vino sobre todo, paralelamente a toda clase de distracciones en común y muy diversas, según los lugares y las épocas., como conversaciones, adivinanzas, audiciones musicales, espectáculos de danza, etc.
Pero en la primera parte no quedaba excluida la bebida, y en la segunda tampoco todo alimento sólido. Los invitados si lo deseaban, se les servía vino y después, durante el simposio propiamente dicho, para tener sed, picoteaban «postres» (tragémata), como fruta fresca o seca, dulces, habas o garbanzos tostados, etc.
Tanto en Atenas como en las sissitías espartanas, se trata siempre de comidas entre hombres. Las mujeres quedaban totalmente excluidas de estas reuniones sociales. Como compensación tenían banquetes reservados para ellas, por ejemplo, en Atenas, en las tesmoforias. En el Banquete de Platón, Diotima, la extranjera de Mantinea, no figura como invitada. Sócrates se limita a contar lo que se le ha oído decir y, a pesar de esta ficción literaria, se trata seguramente de la exposición de sus propios pensamientos, e incluso los del autor, Platón.
En el siglo de Pericles las mujeres no solían frecuentar los banquetes más que para servir a los hombres y para distraerlos, sobre todo en la segunda parte de la reunión y se trataba de cortesanas (hetaeras), o bien de bailarinas o intérpretes musicales.
Los amigos o los miembros de un mismo grupo (hetería) decidían a veces reunirse en casa de unos y otros alternativamente, aportando la comida y la bebida entre todos: era un eranos. Pero casi siempre se celebraban los banquetes por invitación de un huésped lo bastante rico como para correr con los gastos de la reunión.
Estas invitaciones podían ser bastante improvisadas. Se encontraba a unos amigos en el ágora se les invitaba a cenar. También podía ocurrir que un invitado llevara a uno de sus amigos por propia iniciativa, sin que lo hubieran invitado. Los parásitos de los que tanto se burlaron los poetas cómicos, buscaban siempre un pretexto para comer y beber bien.
Una vez llegado a casa del anfitrión, el invitado se descalzaba, para pasar a la sala del banquete. A veces se coronaba a los invitados con guirnaldas de hojas o de flores y también podían llevar en el pecho unos adornos llamados hipothýmides.
Solían comer tumbados, o más bien con las piernas extendidas, en un lecho, pero con el torso recto o ligeramente inclinado apoyado en cojines o almohadones, como se ve en tantas pinturas de vasos y bajorrelieves que representan escenas de banquetes.
El número y colocación de estos lechos era muy variable. En un mismo lecho podían estar dos e incluso tres invitados. Como en la actualidad, existían problemas de prelación y de etiqueta. Los lugares de honor eran los más próximos al anfitrión, que podía indicar personalmente a cada invitado el sitio que le correspondía, pero que no siempre lo hacía.
Las mesas, pequeñas, eran portátiles. Podía haber una por comensal o por lecho. Las había cuadradas o rectangulares, o redondas, con tres patas. Los esclavos colocaban en ellas los platos en raciones ya preparadas en cuencos o fuentes.
En cuanto se instalaban los invitados, los criados les ofrecían el aguamanil y la jarra para se lavaran las manos (quernips), práctica muy útil dado que luego comían con los dedos casi toda la comida.
La cena comenzaba a menudo con el propoma, que podríamos traducir por «aperitivo». Se trataba de una copa de vino aromatizado de la que se bebía por turno antes de empezar a comer.
No había servilletas, por lo cual se limpiaban con bolitas de miga de pan que luego tiraban, con los huesos y demás desperdicios a los perros de la casa que circulaban por debajo de las mesas y los lechos.
Algunos invitados, a los que sólo se espera para el simposio propiamente dicho, podían llegar después de la cena.
Se empezaba a beber con las libaciones habituales en honor de los dioses, sobre todo de Dioniso, la «bondad divina» que ha dado el vino a los hombres.
La libación consistía en beber una pequeña cantidad de vino puro y en rociar algunas gotas invocando el nombre del dios. Luego se cantaba un himno a Dioniso, y después se designaba, casi siempre al azar, con los dados, al «rey del banquete» (simposiarca) , cuya función principal consistía en fijar las proporciones de la mezcla del agua y vino en la crátera y decidir cuántas copas debía vaciar cada invitado.
Se acostumbraba a beber por la salud de todos los asistentes. El que desobedecía al rey del banquete debía cumplir una especie de castigo, por ejemplo bailar desnudo o dar tres vueltas a la habitación llevando en brazos a la tañedora de oboe, cuya presencia era obligada.
A menudo los banquetes terminaban en medio de la embriaguez general, y las pinturas de los vasos muestran a mujeres que sostienen y llevan con dificultad a sus casas a los bebedores en estado lamentable.
Entretenimientos
El Banquete de Jenofonte, aunque sea también una transposición literaria de la realidad, parece haber conservado con mayor fidelidad que el de Platón el carácter habitual de estas alegres reuniones de invitados. En él se ve incluso a Sócrates entonar una canción y los griegos adultos hacían gala, sobre todo en los banquetes y fiestas religiosas de la familia y de la ciudad, de la educación musical recibida en su juventud.
En los banquetes en especial, el canto era la expresión natural de la alegría. La lira circulaba entre los invitados. A veces también, sosteniendo una rama de mirto o de laurel, cada uno recitaba algunos versos cuya cadencia sostenía el de la lado tocando la lira o la flauta. Todos intervenían, tanto los viejos como los jóvenes y es muy grato ver en los vasos pintados a esos buenos burgueses calvos, a quienes la edad había engordado sin privarles de una sólida elegancia, refrescándose entre dos canciones.
Estos bebedores cultivados recitaban versos de Simónides en honor de Crío, el atleta de Egina, o «Bebe, bebe en este día feliz», o alguna poesía algo más elevada, como «¡No, no esta muerto, nuestro querido Harmodio!». Podían ser los himnos de Cratino: «Doro, el de las sandalias de sicofanta», o «Artesanos de himnos sabios», o bien algún fragmento de Esquilo o de Eurípides, alguna estrofa de Alceo o de Safo. Poetas populares como Teognis, Anacreonte, Cidias o Hermíones también intervenían en estos conciertos improvisados que se prolongaban hasta bien avanzada la noche.
Los banquetes se podían amenizar con verdaderos números de variedades, como los del empresario de Siracusa, pero para ello el anfitrión debía ser bastante rico como para contratar a un grupo de artistas. Los invitados se distraían casi siempre con pocos gastos, por sus propios medios. En ese caso, recurrían aparte de la música y las canciones, a las conversaciones libres (más parecidas quizás a la charla deshilvanada y sin orden ni concierto de El Banquete de Jenofonte que a los discursos sabiamente ordenados sobre un mismo tema de la obra de Platón), tanto a adivinanzas como a enigmas, charadas y retratos, muy gratos a la inteligencia sutil y refinada de los atenienses, o bien juegos de habilidad, el más frecuente de los cuales parece haber sido el cótabo.

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En cuanto a la tercera de las obras socráticas de Jenofonte, el Banquete, nunca se ha discutido el problema de la autoría, ya que no ha habido razones lógicas para dudarlo: tanto la forma como el contenido es característico del autor.

El objetivo de este tipo de obras es reproducir el peculiar ambiente de esta parte que sigue a la comida propiamente dicha, que era realmente una tertulia en la que se bebía y había diversiones varias que al final solían acabar en orgía. Jenofonte no refleja esta última parte en su obra, pues su banquete está compuesto por invitados bien educados. Es sabido que el motivo de esta reunión es la celebración de las Grandes Panateas, que tenía lugar en lo que en la actualidad sería julio y agosto.

No se trata de un diálogo histórico, pese a que está basado en un suceso real. Es un intento de hacer un esbozo de su venerado maestro Sócrates y presentar una correción más realista y menos solemne del retrato de Platón en su obra homónima. La imagen que de Sócrates nos presenta Jenofonte es más alegre, y sus ideas no son tan elevadas y sublimes como son las de el Sócrates platónico del Banquete. Es por esta razón por la que habitualmente se le ha criticado a Jenofonte el no haber llegado a penetrar realmente en la personalidad de su maestro y de atribuirle unas ideas algo simplistas. Aún así se trata de un relato lleno de realismo, tanto en las formas de la celebración, como en la caracterización de todos los personajes. A Sócrates le dibuja flexible y atento, capaz de adaptarse a sus interlocutores, siendo unas veces muy serio, pero también otras veces capaz de ser amable, burlón y bromista.

Respecto a la estructura, se ha llegado a decir que parecía más una colección de entremeses, debido a la abundancia de acciones representadas y temas tratados. Sin embargo, constituye un todo organizado, con tres partes claras, precedidas de un prólogo y terminadas con un epílogo.

El tema del amor es el hilo conductor de la obra, aunque el objetivo de Jenofonte es explicar cómo se alcanza la kalokagathía (hombría de bien), que para él es el arte de vivir, la belleza moral y su manifestación externa. Este tema es tratado en el capítulo V mediante un agón en el que se discute sobre la belleza entre Sócrates y Critóbulo, concluyendo después de todo que lo importante es la belleza moral. Derivada de esta conversación aparece un testimonio sobre el aspecto físico de Sócrates transmitido por Jenofonte:

“Miradme, dice Sócrates, según Jenofonte, ¿no es hermoso lo que sirve bien a su fín? ¿No es esta adecuación a su destino la común nota de hermosura en un hermoso caballo, un hermoso escudo, una hermosa vaca, una hermosa lanza? Pues siendo así, no son los hermosos tus bellos ojos, Critóbulo, sino los míos, que como están salientes al modo de los de un cangrejo, ven más y mejor. Y no son las bellas tus narices regulares, sino las mías, chatas y con agujeros de frente, para recoger mejor los olores, que es para lo que los dioses nos dieron las narices. Y no es lo mejor tu boca fina y regular, sino la mía, que muerde mejor, y con sus labios gruesos también sirve mejor para besar. Una prueba la tienes en que las Náyades son diosas, y, sin embargo, paren hijos semejantes no a ti, sino a mi: los silenos”.

Se deriva del capítulo VIII la visión que del amor tiene Sócrates. Afirma que al amor carnal no puede tener buen fin, mientras que únicamente el amor espiritual es capaz de procurar la kalokagathía al mismo tiempo tanto en el amante como en el amado.

El Sócrates que nos encontramos en el Banquete no difiere mucho de la imagen que de él nos da Jenofonte tanto en los Recuerdos como en el Ecónomico. La diferencia es la situación en la que el maestro es presentado, tan poco propia de un filósofo. Parece que Jenofonte quiere demostrar cómo Sócrates sabe adaptarse a toda clase de situaciones, alternando lo serio con las bromas. Esto plantea la problemática acerca de lo mal parada que sale su imagen con respecto a la que obtenemos con las lecturas platónicas. De aquí muchos han deducido el error de Jenofonte de poner sus propias teorías en boca de su maestro. Y es imposible pensar como alguien con unas enseñanzas tan superficiales podía ser el maestro de Platón.

rincondelvago.com

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