
Apenas apuntaba en el cielo la Aurora portadora de luz, cuando, mientras soplaba el Céfiro raudo, (los argonautas) ascendieron desde la orilla a sus bancos de remeros. Izaron del fondo las piedras de anclaje muy animados; recogieron todos los arreos según lo usual, y desplegando la vela la anudaron a las correas del mástil. Un firme viento empujaba la nave. Pronto avizoraron la hermosa isla Antemoesa, donde las sirenas de voz clara, hijas de Aqueloo, asaltan con el hechizo de sus dulces cantos a cualquiera que allí se aproxime. Las dio a luz, de su amoroso encuentro con Aqueloo, la bella Terpsícore,
Una de las musas, y en otros tiempos, cantando en coro, festejaban a la gloriosa hija de Deméter, cuando aún era virgen.
Pero ahora eran en su aspecto semejantes en una mitad a los pájaros y en parte a muchachas, y siempre estaban en acecho desde su atalaya de buen puerto. ¡Cuán a menudo arrebataron a muchos el dulce regreso al hogar, haciéndolos perecer.

Los demás, conteniéndose con pena, las habían dejado atrás, pero aún en aquellos estrechos del mar les aguardaban otros peligros mortales para las naves.
Apolonio de Rodas: El viaje de los Argonautas (Alianza, 1987)
Trad.: Carlos García Gual

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