5 Σεπτεμβρίου 2008

Σ' ΕΝΑ ΕΛΛΗΝΙΚΟ ΜΟΝΑΣΤΗΡΙ

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Meteora
.
A un monasterio griego
(fragmento)
.
Volver quiero al lugar donde es posible
mecerse en el ascético deleite
de la hermosura: allí quiero entornarte
mundo de mi pasión, como una siesta
que he de dormir en pleno mediodía.

Juan Gil-Albert / España

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Juan-Gil Albert
Un silencio combativo

Su vida transcurrió entre la soledad y la solidaridad mientras construía su obra de sensualidad y razón. Nacido el 1 de abril de 1904, pertenece cronológicamente a la generación del 27. Su universo le debía más al refinamiento de la cultura que a la realidad inmediata y sin embargo fue uno de los más comprometidos con la República. Se exilió en México y en 1947 volvió a España para vivir un largo destierro interior. Escribió un ensayo, hoy clásico, sobre la homosexualidad, Heraclés. Luminoso y claro, fue un poeta feliz.
JUAN ANTONIO GONZÁLEZ IGLESIAS
BABELIA - 27-03-2004

Lo que en Lorca se vuelve trágico y en Cernuda elegiaco, se ofrece en Gil-Albert como proyecto felizmente cumplido

Cuando Juan Gil-Albert murió en 1994, el diario Las Provincias lo despidió en su portada como el escritor valenciano más grande de ese momento. Eso da una idea del reconocimiento que tenía: el ámbito local, ampliado al autonómico (presidía el Consejo Valenciano de Cultura), y fuera de allí, el propio de un escritor de culto. Ni siquiera en los últimos años pasó de minoritario, a pesar de los esfuerzos de sus admiradores.
Muchas cosas habían sucedido desde que Juan Gil-Albert naciera en Alcoy en 1904. La historia de España y su agitado siglo XX sacudieron la existencia de este poeta, que parecía destinado a la vida plácida de un príncipe. Hijo de una familia acomodada, las fotografías de su infancia y de su juventud nos muestran el refinamiento de su entorno. Con ello parecía corresponderse el preciosismo de sus primeros libros. Estatuaria griega, pintura italiana y castillos franceses formaban su mundo. "España me era desconocida y ajena": así resumió su adolescencia. La República y la Guerra Civil lo cambiaron todo. Estuvo entre los escritores más comprometidos con la causa democrática: participó en la organización del II Congreso de Escritores Antifascistas; fue también secretario de la revista en la que se agruparon los intelectuales republicanos, Hora de España, cuyo nombre memorable, aunque ahora esté relegado casi a lo incorrecto, fue defendido por nuestros más altos escritores, desde Antonio Machado hasta María Zambrano.

El Partido Comunista preparó un carné para Gil-Albert, pero él, que no lo había pedido, nunca lo recogió. Si en la política fue un demócrata, en la estética (es decir, en la vida, ya que estamos hablando de un poeta) se comportó exactamente como "un aristócrata del espíritu que ama el aislamiento y la soledad". Cuando recibió la Medalla de Oro de las Bellas Artes, de manos del Rey Juan Carlos, se definió ante los periodistas con un aforismo: "Me siento un místico casi en la misma medida en que soy un anarquista". Casi nadie -entre eso que llamamos el gran público- comprendió lo que decía aquel poeta, precisamente porque sus extremos vitales coincidían con los de la propia España.

Habían pasado, claro, otras muchas cosas. Su exilio en México había durado ocho años. Allí recuperó el asombro adolescente ante las cosas, su "irrealidad". Publicó un libro espléndido, Las ilusiones, cuyo primer poema es un 'Himno al ocio': "Fluye tiempo tu canto melodioso / con tus breves espinas en los dedos, / y tú melancolía y tú tristeza / cual pájaros oscuros que trinando / hablan de Dios, fluid de la espesura". Mientras, colaboraba en la prensa mexicana con sus 'Juicios de un indolente'. Volvió pronto a España, en 1947, para abismarse en un destierro interior que determinó el resto de su vida. Su escritura se singularizó aún más. Había renunciado al combate y al lamento, pero no a la independencia. Para el futuro en el que pudiera publicar, escribió Drama patrio (contra los veinticinco años de paz), y en un poema anotó: "El asco de la gente que me rodea / pervierte mi virtud". Durante tres décadas el idealista prodigioso siguió escribiendo con una constancia secreta. Ajeno no sólo al éxito, sino a la publicación misma, mostró otra vez su condición de héroe. Valga como ejemplo uno de sus asuntos, la homosexualidad. En esas décadas concluye cuatro libros que la abordan de modos literarios distintos: un ensayo (Heraclés), dos novelas (Valentín y Tobeyo) y un breve relato casi filosófico (Los arcángeles), y que sólo verán la luz tras el fin de la dictadura.

Justo a mediados de los setenta empieza su relativo éxito, que le hace recibir honores, aunque no los más altos. Es evidente que cuando un gran poeta pasa casi inadvertido para sus contemporáneos, hay mucho que meditar. Situado entre los benjamines de la generación del 27, el paso de los años ha ido acrecentando con firmeza la figura de Gil-Albert. El concepto de arte necesario, que él debatió en los años treinta, puede tener otra vigencia ahora, de modo muy diferente, casi contrario. De él se puede decir que es un poeta necesario, porque aporta a nuestra sociedad y a nuestra literatura algunos valores singularísimos, que difícilmente encontraremos en otros.

El hecho que parece menos trascendente es que primero publicara en prosa y sólo diez años después empezara a escribir poesía. Estamos tan acostumbrados al proceso contrario, que podemos pasar por alto lo que Gil-Albert representa: ser poeta fue para él una opción de madurez, su perfección como escritor. A partir de ahí alterna sin problema la prosa y el verso, pues lo que cuenta es una coherencia de más largo alcance que ningún éxito. Desde esa coherencia ejerce su compromiso con la España democrática -no voy a insistir en los valores de esa ejemplaridad para la derecha y para la izquierda culturales- en el que se concreta su lado público. Al mismo tiempo -los grandes poetas hacen sus propios milagros- su poesía se dirige a los más individuales: defiende el ocio, la contemplación pura y el placer epicúreo (valores sociales rarísimos en un mundo en el que hasta los poetas se han vuelto profesionales ambiciosos e hiperactivos). En esto, como en lo anterior, se podrá alegar que era rico. Digamos mejor que lo fue, y sólo al principio. En el exilio (también el interior) conoció numerosas privaciones: "En la mesa unos frutos, pan, el agua, / un aceite dorado, una sal gruesa / ... Mi madre dice: todo se ha gastado. / Nada quedó. ¿Qué haremos? Y una nube / como de luz me envuelve, una promesa / de rebasar lo sórdido del mundo / de acometer lo mágico inaudito...". Son versos de 'La ilustre pobreza', poema con el que rinde homenaje a Cervantes. Su ascetismo, ya se ve, recoge lo mejor de nuestro pasado, pero tiene también frontera con cierta sabiduría oriental y con algunas propuestas que ahora llamamos ecológicas.

Es el más griego de toda nuestra literatura. Como los griegos, se muestra a la vez sensato y extravagante. Su aprecio por los presocráticos -les dedicó un libro de poesía- venía de que en ellos encontraba la armonía de contrarios que con tanta naturalidad se daba en él. Como epicúreo auténtico, buscó siempre la serenidad. Su singular compromiso político, mantenido hasta el final de sus días (no en vano protestó públicamente contra el golpe de Estado el mismo 23-F), no le impidió defender la vida retirada: "un alto muro a veces me separa / del mundo entero". Su beatus ille es un beatus ego, incluso en sus detalles más hispanos. Así la siesta es uno de sus temas recurrentes: "percibir el pespunte inverosímil / que nos liga a la tierra, nuestro sino / nuestra caducidad. Sentirnos cuerpo". Como los griegos, se puede decir de él que para siempre es uno de los jóvenes de nuestra cultura. Es el que mejor ha comprendido el mensaje griego de la naturalidad del amor entre hombres: sin matrimonio (al que siempre se opuso), valorando la vejez tanto como la juventud (ahí está su maravilloso homenaje a Teócrito) y celebrando el carácter extraordinario (filosófico, artístico) de aquellos que prefieren no reproducirse.

Lo que en Lorca se vuelve trágico y en Cernuda elegiaco, se ofrece en Gil-Albert, incluso en la ancianidad, como proyecto felizmente cumplido. Su obra erige un proyecto optimista general, que si bien se fundaba en su carácter, también tenía mucho de voluntad por sobreponerse a las sombras del mundo. Su optimismo prevalece sobre el de Guillén, porque fue más meditado moralmente y estuvo sostenido en toda una trayectoria (a pesar de que, al menos literariamente, recibió menos gratificaciones). Medido en el conjunto de sus compañeros del 27, resulta tan grande como los grandes. Desde luego, tan necesario como cualquiera de ellos, y así creo que se le verá en el futuro. Un poeta es necesario porque dice cosas distintas, que inevitablemente dilatan nuestra libertad. Para repetir consignas o vulgaridades ya tenemos a otros.

Frente a los elegiacos, Gil-Albert es un hímnico. Frente a los románticos, un clásico. Frente a los oscuros, un luminoso: cosa insólita en nuestro país, y especialmente en su siglo, que fue también nuestro. Su genealogía literaria es la de los españoles claros, cuyo modelo es Cervantes. Para la portada de su poesía completa Juan Gil-Albert -mediterráneo puro- eligió una pintura de un vaso griego: "Dioniso navegando sobre un mar de dulzura". Probablemente sea su autorretrato más conciso: la razón ateniense mezclada con la sensualidad dionisiaca.

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Juan Gil-Albert navegando en un mar de dulzura
MANUEL VICENT 05/09/1981

Juan Gil-Albert es un alcoyano de 75 años, enamorado del Mediterráneo, al que le hubiera gustado nacer en la Grecia clásica. Es también uno de los pocos testigos de la generación del veintisiete que aún trabajan. Amigo de Cernuda, de Prados, de Altolaguirre, confiesa que se sintió artista a los nueve años.Aunque casi desde entonces empieza a trabajar, su obra importante no llega al gran público hasta 1972. Es el precio de su voluntario y transitorio exilio político en México, entre febrero de 1939 y agosto de 1947, y la más prolongada, aunque no menos voluntaria, reclusión interior en sus queridas tierras valencianas. Gil-Albert, a quien algún crítico considera el Proust español, ha cultivado con calidad, y aún lo hace, Iodos los géneros. Su larga producción, elaborada meticulosamente durante décadas de silencio, se hace pública a partir de 1972 con Fuente de la constancia. Luego, sus libros irían apareciendo como un torrente: Breviarium vitae, Homeriajes, Heracles, Valetín, Drama Patrio, Crónica General. Toda una vida dedicada a la creación literaria.

Juan Gil-Albert es un valenciano de zapato blanco y café, que uno imagina sentado en un sillón de mimbre bajo un magnolio de balneario frente a un refresco de granadina vestido con una pañería fina y celeste, un ácrata con guayabera de hilo o un esteta levemente malvado con la cabeza reclinada en el hombro de un adolescente griego esculpido por Fidias. Esta es la estampa sepia al final de un viaje que comenzó en Alcoy hace 75 años en medio de una nube de polvo gris. Gil-Albert iba vestido de marinerito, el conductor usaba guardapolvo y anteojos de buzo y, a su lado, las señoras envolvían las pamelas de frutas con gasas anudadas en la barbilla.-En casa utilizábamos el hispano-suiza de color gris verdoso, enorme y descapotable para la carretera. En la ciudad nos hacía servicio un Ford cerrado, tapizado como una salita, de pañete gris perla y que estaba provisto de un pequeño teléfono con el receptor de carey para comunicarnos con el chófer sin necesidad de levantar el cristal delantero, haciendo sonar previamente una bocinita para que acercara la cabeza al auricular colocado convenientemente a su altura. El techo podía abrirse y, quedaba doblado a los lados en forma de landó. La matrícula de aquel coche era A-92, no sé si la inicial se refería a Alcoy o a Alicante. Pero yo recuerdo mi primer viaje de niño a bordo del hispano-suiza dejando atrás una ristra de polvo, desde Alcoy camino de Alicante a tomar los baños. Nos hospedamos en el hotel Victoria que daba a la Explanada. En Alicante descubrí el mundo. Hasta entonces cualquier persona que me rodeaba era de Alcoy o de Valencia, o de Játiva, estaban también los puntos de procedencia de las sirvientas, Benillova, Agres, Benimarfull, nada más. Alicante fue la presencia de lo lejano, de lo distinto. Recuerdo la terraza del hotel instalada en la acera con los toldos y, las sillas de mimbre, estábamos en la calle, pero protegidos, acotados por las mamparas laterales de cristal. El dueño del hotel era muy amigo de mi padre, se llamaba Ernesto Albi y todo el mundo ponderaba su elegante manera de comer. Acabó trágicamente arrojándose por el balcón. La primera imagen de mi infancia es una conversación de mis padres allí en la terraza del hotel con un matrimonio suramericano, el hombre llevaba un jipi que le sombreaba los rasgos mestizos de nariz corta y labios gruesos, y la señora iba llena de abalorios de colores y monedas de oro sobre la piel cenceña y tenía el hablar mimoso. Una secretaria inglesa, llamada Violeta, con el pelo abombado sobre las orejas y recogido en un moño, se sumó a la tertulia mientras esperaba una llamada por teléfono desde Inglaterra. ¡Una conferencia con Londres a principios de siglo! Ese recuerdo lo llevo unido a unos juegos florales que se celebraron allí mismo aquellos días. El mantenedor era Gregorio Martínez Sierra. No pude asistir al acontecimiento más que entre bastidores, o sea, desde el cuarto de plancha del hotel. donde arrastraba un cochecito con un cordel mientras oía recitar los primeros versos de mi vida. Vi, en cambio, en su habitación a mi madre en disposición de bajar al comedor dándose el último vistazo en la luna del armario. Es sorprendente que pueda recordar al detalle lo que llevaba puesto: un vestido de gasa de tonalidad verde manzana, recubierto de encajes tostados y una gran rosa en el busto. El vestido no pasó desapercibido durante la cena. Martínez Sierra, hombre fino que venía de Madrid, dijo a alguien: «Qué señora tan bien vestida».

Juan Gil-Albert es también un poeta gongorino sentado en la esquina del canapé tapizado de fresa en este salón que el sol de septiembre enciende con un dorado de uva moscatel. Dentro de este espacio vibrátil, todo está dispuesto en un orden elegante y meticuloso, los muebles enfundados en telas de lino blancas v azules, en la consola los retratos de dos hermanas bellísimas y muertas, castillos de Valois delicadamente en la pared, la propia imagen del poeta juvenil con una fláccida camisa de seda sin cuello y las bocamangas de espadachín, los rostros desvanecidos de Oscar Wilde y de Marcel Proust, los libros con las cubiertas de oro, el guiño de las recamadas vitrinas, de los bibelots, de las porcelanas frutales, una elegancia decadente por donde se mueve la pequeña figura de Gil-Albert con pantalón coIor barquillo y polo azul claro, la sonrisita de ratón bajo la escobilla de un bigote blanco, la piel un poco encendida. Ahora, frente a la mesa camilla, Gil-Albert se sienta en el mismo sillón celeste donde ha esperado durante tantos años la gloria literaria.

-Ando un poco abatido estos días. Mi madre todavía vive y está conmigo. Tiene 96 años y llevo con ella unas relaciones tormentosas que me sumen en una postración terrible. Es una mujer de extraordinaria vitalidad que me sobrepasa. Ultimamente he caído en unas depresiones tremendas, tengo extraños mareos, me he hecho analizar por mi médico Gabriel Duyos, el hermano de Rafael Duyos, ya sabes, y parece que después de todo me ha traído una buena noticia. Me ha dicho que no pase cuidado, que la mía es una enfermedad elegantísima. Se trata de una alergia, tal vez de una aIergia al polen de las rosas amarillas.

Dos décadas de soledad


Hace cinco años, sólo los amigos y algún especialista sabían que en Valencia vivía un gran poeta olvidado, un raro y exquisito producto de la generación del veintisiete que había regresado del exilio en 1947, de puntillas, por la puerta falsa y se había instalado en silencio a hilar versos, uno detras de otro en casa, sin molestar a nadie. Sentado en este mismo sillón han pasado sobre su cabeza dos décadas de soledad como un novel que espera que un día se abra el techo caiga la gloria en forma de tarta celestial sobre los folios en blanco.

-Apenas llegué a España, después de ocho años refusilado en México, al bajar del tren mi cuñado, con una cara muy seria, me dijo: «Tú vienes y yo me voy». El sabía perfectamente que tenía un cáncer y duró seis meses. De pronto me vi como el único varón vivo de toda la familia y tuve que asumir la responsabilidad de dirigir el negocio de casa. Yo no tenía la menor idea de aquello, me había pasado la vida haciendo versos, sin preocuparme de nada. Los amigos se echaron las manos a la cabeza al verme en lo alto de una sociedad anónima, pero yo no tuve nada que ver con el hundimiento de nuestra economía familiar, aunque aleunos socios me culparan del desastre. La empresa estaba tocada de muerte, y los errores habían comenzado mucho antes.

Un poeta hermético, un canario flauta de alma quebradiza como Gil-Albert cortando el bacalao en el consejo de administración de un gran negocio de ferretería, era cosa de ver. Un esteta que iba por la vida de anarquista grecolatino firmaba letras de cambio como endecasílabos, confundía a un director de banco con Góngora y decidía una ampliación de capital como el que compone un soneto. Y así todo seguido hasta llegar a la quiebra en un rapto de inspiración. El poeta contempló la llegada de la ruina con impasibilidad estética. Atrás quedó un esplendor esfumado de donde Gil-Albert comenzó extraer sensaciones como un Proust a la valenciana.

-Mi padre era un gran industrial de Alcoy, era un liberal de Canalejas y cuando la chistera de este político vóló por los aires frente al escaparate de la librería San Marcos en la puerta del Sol, en mi casa se enmarcó un gran retrato suyo y se colgó en el comedor. Mi padre era un liberal que con el tiempo, ponerse la cosa dura, se hizo de Primo de Rivera y, después, franquista, pero nunca se molestó con mis ideas. Cuando yo tenía diez años,mi familia vino a vivir a Valencia y allí, en Alcoy, quedó la casa solariega dentro de un estuche de yedra con jardín de fuentes y chopos, rodeado por un rústico muro de piedra adonde volvíamos para pasar los veranos en aquel pequeño valle entre fábricas de tejidos, de borra, de papel. De niño, allí vi, por primera vez, a unos señores extraños que se llamaban obreros, gente que se movía en una atmósfera de hollín, canturreando entre turbinas aceitosas y correajes giratorios. En Valencia comencé a estudiar el bachillerato con los escolapios. Iba al colegio en un carruaje tirado por una yegua que se llamaba Clavellina, y en aquel caserón se produjo un hecho que marcó mi sino. Fue cuando, acabado mi turno de lectura en voz alta de un fragmento del Quijote, el padre Olucha puso su mano en mi frente, a modo de bendición, y me llamó artista. Desde entonces me convertí en el recitador oficial del colegio. A la mínima ya me veía yo encima de una tarima, de uniforme, revestido con la beca, quitado el guante de la mano derecha, soltando versos. Lo hice en dos ocasiones sonadas: en el Teatro Principal, cuando festejamos el tercer centenario de la fundación del colegio, y años después, en el Conservatorio, al ser designado para entregar el anillo al cardenal Benlloch, una joya que habíamos sufragado entre todos los colegiales con los duros de plata de nuestros padres. Primero recité un poema que ensalzaba a aquella eminencia, valenciana y luego coloqué en su dedo inflado el anillo pastoral. El cardenal Benlloch era un huertano orondo, barroco, enjoyado de pectorales, que causaba gran admiración en las mujeres. En el colegio tomé la primera comunión y recuerdo que no fue un día feliz porque iba de uniforme, y eso significaba vestir como todos, ser uno de tantos. Mi pareja era un niño pobre y desconocido, de unas escuelas de la plaza que los escolapios mantenían para menesterosos. Aquel día descubrí un. bulto raro en el vientre de mi madre que molestó mi vanidad. Era algo difuso y deformador que se había apoderado de su figura gentil de veintisiete años, y eso me inquietó profundamente. Apenas tres meses después, el 4 de agosto, fecha del estallido de la guerra europea, a altas horas de la noche hubo en casa un ir y venir y voces en sordina; supe, ya de día, que había nacido mi hermana Elena.

Fantasmas delicados


Es esa dulce muchacha ya muerta que aparece con bucles de miel en la fotografia enmarcada en plata. El salón del poeta está poblado de fantasmas,delicados, cada mueble lleva dentro un recuerdo morboso, el eco apagado de una fiesta de sociedad, el perfume extasiado de una dicha de entreguerras que el viento aún no se ha llevado. Una criada también solariega ha quedado en esta casa como un resto de naufragio y la madre del artista, a los 96 años, alienta en el fondo del pasillo como un símbolo del viejo esplendor que se resiste ferozmente a doblar, pero en la sala principal hay una morbidez decantada de narciso. Gil-Albert tiene una refinadísima sensibilidad para las superficies, armarlos, vestidos, zaguanes, joyas, luces reflejadas en espejos esmerilados y sombras de seres vivientes. Gil-Albert es un esteta que remonta el rastro de su vida guiado por los aromas.

-Aquella residencia de Alcoy la vendimos hace unos años a unos curas que han instalado allí un colegio. Recuerdo cada casa en que he vivido, la primera en la calle de la Abadía de San Martín. Enfrente de nuestros balcones, mirando hacia la izquierda, como undecorado impresionante, teníamos el palacio de Dos Aguas. Desde allí, el año 1915, mis padres me trasladaron a la calle del Grabador Esteve, a una casa hemosísima, blanca, bien estructurada, en forma de cofre hondo. El zaguán era amplio, largo, de alta techumbre con pavimento negro en el que nos reflejábamos al andar. El espejo grande del zaguán había reflejado también otra silueta, lade Lucrecia Bori, que vivía en el piso superior al nuestro. La veo ahora de visita en el salón de mi casa vestida de luto, con sombrero, con un manguito de nutria negro en el que llevaba prendido un bouquet de violetas. Aquella famosa cantante de ópera fue muy amiga de mi familia, me ha marcado la juventud, yo la oía hacer gorgoritos por el patio de luces y de repente un día callaba, no se oía ya, había desaparecido, estaba actuando en Nueva York, en Londres, en París, pero de pronto otro día sonaban los gorgoritos por el patio de luces. Lucrecia Bori había vuelto. Cuarenta años sin saber de ella, no hace mucho, poco, antes de morir, la encontré por la calle frente al palacio de Dos Aguas. No me atreví a saludarla, pero supe que estaba en el hotel Inglés y le mandé una tarjeta. Al día siguiente me llamó por teléfono. Me preguntó qué hacía. Le dije que era escritor. Me contestó: pero, además, ¿a qué se dedica? No sé qué le pude responder, tal vez le dije que acudía a dos consejos de administración, pero en este terreno me siento tan desplazado como un cristiano en una pagoda. En los últimos años la vimos con frecuencia. Vivía en el Royal y nosotros ya estábamos en la casa de Colón, 35. Lucrecia Bori deambulaba por la noche para hacer ejercicio y nos dijo una vez que,había contado nuestros balcones, ¡doce balcones! Tenía ochenta años pasados y con mi madre hablaba ya de un mundo de fantasmas. También recuerdo con mucha nostalgia nuestra última casa de la calle de Colón; tenía varios salones el doble que este abiertos en suite, allí se casó mi hermaná, hicimos traer el altar, las imágenes y los ornamentos de la capilla de nuestra residencia en Alcoy y se celebró solemnemente la ceremonia. Allí daba yo veladas para más de cien personas medio mundanas, medio literarias, donde los amigos conocieron mis últimos poemas.

Juan Gil-Albert se matriculó en Filosofia y Letras cua ndo era un pollo pera de abrigo entallado, aprendiz de poeta y señorito de familia conocida. Por aquel tiempo sufrió un leve vahído de amor y se hizo novio de la hija del rector de la Universidad, aunque la alucinación femenina duró muy poco. Su oficio entonces consistía en ser cliente habitual del Ideal-Room, bar restaurante de última moda abierto en Valencia, doinde tomaba refrescos de estética floral. Pero muy pronto fue inoculado literariamente por Gabriel Miró. El futuro escritor se propuso conocerlo y para ello se trasladó a.Madrid.

-Yo tenía apenas veinte años. Me instalé en el Savoy, un hotel íntimo y elegante. Llamé a Gabriel Miró por teléfono, oí su voz timbrada, ligeramente pastosa, de las que resuenan en la bóveda del paladar. Me dijo: «Le separa a usted de mi casa, paseo del Prado, 20, un convento de monjas y el palacio del duque del lnfantado. La cita fue para la tarde. Yo llevaba sombrero duro, traje negro, abrigo inglés semientallado, de color canela, botas de charol con suela de antílope, bastón claro y, colgado de una cintilla, de moiré, un monóculo inservible montado en una circunferencia de oro. En casa de Miró había muebles robustos, nogales y caobas, nada espectacular ni atildado. Olía a sahumerio. Miró tenía el físico, el rostro natural de su prosa, los rasgos cincelados y la mirada azul, vestido de negro, la mano blanca, los dedos alargados pero no esqueléticos. Me acogió diciéndome: «¿Qué hace usted aquí? Váyase de Madrid, aquí se pierde el tiempo, váyase al campo, a su Alcoy y escriba». Parecía un desplazado. En aquel viaje conocí a Valle-Inclán cuando iba y venía a La Granja de El Henar con su fragilidad de marfil y el brazo cercenado dentro de la capa. Don Ramón a los valencianos, nos daba solfa. Cuando murió Blasco Ibáñez un periodista fue a pedirle opinión sobre el desaparecido. Valle-Inclán, con su ceceo céltico, le atajó:

«¿La muerte de Blasco Ibáñez? ¡Pura publicidad!».

Primer libro


Gil-Albert rompió de pronto a escribir en prosa y luego, en 1934, publicó el primer libro de versos. Contra todo pronóstico, cuando llegó la República, aquel joven dandy tomó el partido del pueblo, de aquellos extraños seres que en su dorada niñez había visto moverse dentro de una nube de borra en Alcoy, siguió a su lado durante la revolución de Asturias y al llegar la guerra se alistó en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, fue secretario de la revista Hora de España y salió saltando barrancos hacia el exilio.

En México, un día, me crucé por la calle con el poeta León Felipe. Se detuvo a saludarme. «¿Cómo vas sin abrigo?», me dijo. «Ven mafiana a casa». Un grupo de escritores norteamericanos había girado fondos para rernediar situaciones lastimosas entre los refugiados, y León Felipe era el encargado de administrarlo. Me dio un cheque. Y, en seguida, con el hambre encima, me fui a una elegantísima tienda inglesa. Me armé de valor y entré. Elegí un suéter y para llevarlo con él una leve corbata de foulard, color humo con pequeñas motas blancas; pedí también los productos Yarley, jabón de afeitar, polvos de talco, loción y sales. Luego pagué las compras con un gesto desprendido que había olvidado.

De nuevo en España, Juan Gil-Albert se sentó, como si nada hubiera pasado, en este sillón celeste y siguió tejiendo un labrado de sensaciones esfumadas, de siluetas reflejadas en un cristal helado. Veinte años sumergido en el silencio y de pronto un día la nueva juventud descubre a este dulce ácrata y el éxito llena de júbilo su jubilación. Todo ha salido redondo. El poeta asiste ahora a la elaboración de sus obras completas como el broche de oro en su camino. En la viñeta que preside sus poemas se ve una barca donde Díonisos aparece bajo una vela enracimada de uva navegando por un mar de dulzura. En la pared del salón hay un retrato de un joven Gil-Albert pintado por Ramón Gayaa. El poeta se extasía delante de su propia imagen.

-Cuando el sol llena esta sala como una copa de oro, desde el fondo de esa piel salen unas sensaciones malvadas.

Sobre la cama de Gil-Albert duerme Gide tapado con una manta.

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Recuperación, reconocimento y difusión de Juan Gil-Albert
JOSÉ FERRÁNDIZ LOZANO

Juan Gil-Albert, que en realidad se llamaba Juan de Mata Gil Simón y prefirió firmar sus escritos con los dos apellidos de su padre unidos por un guión, tuvo en vida dos momentos esenciales de reconocimiento a su obra. El primero, en los años setenta, registró su punto álgido en 1974, el año en que aparecieron cuatro títulos que le recuperaban de un olvido prolongado durante décadas: "La Meta-Física", "Valentín", "Crónica General" y "Los días están contados". Cierto que la edición en 1972 de su antología "Fuentes de la constancia" había anticipado el interés de no pocos lectores por su poesía, "en gran parte –manifestó a Jaime Millás en la revista Triunfo– por tratarse del primer libro que aparecía protegido por el prestigio de una editorial y, tal vez, en parte menor, porque los tiempo estaban maduros"; pero no hay duda de que el año 74 vino a consolidar esa consagración que parecía resistírsele antaño. Él mismo fue consciente de ello en la extensa entrevista que le concedió en diciembre de 1983, en su domicilio de Valencia, a Luis Antonio de Villena: "Hubo quien dijo que, en literatura, ese año se llamaría el año Gil-Albert".

Rescatado del que tantos han llamado su "exilio interior" –el que vivió desde 1947 en España tras regresar de México–, Juan Gil-Albert fue en los años setenta un hallazgo para las nuevas hornadas de poetas. Algunos nombres de la generación del cincuenta –especialmente Francisco Brines– ya le conocían y fueron decisivos en su recuperación; mientras que otros, más jóvenes, como los valencianos Jaime Siles y Guillermo Carnero no tardaron en aceptarlo como uno de sus antecedentes estéticos. Es curiosa la escena que sobre ambos le contó el autor alcoyano a Luis Antonio de Villena: "Ellos me habían conocido a través de Paco Brines. Recuerdo que un día Paco citó aquí, en mi casa, en esta misma habitación, a Guillermo Carnero y a Jaime Siles. Jaime aún no había publicado nada, y acababa de salir ese libro de Carnero, 'Dibujo de la muerte'. Entonces yo les leí un poema de 'Las ilusiones', ese que termina citando San Petersburgo titulado 'El lujo'. Noté que les gustaba, y cuando yo terminé de leer, Carnero le dijo a Paco: ¡Entonces todo esto estaba ya hecho!"

El segundo momento de su proyección pública comenzó a finales de los setenta y se prolongó con intensidad en la primera mitad de la década de los ochenta. Fue el turno de los honores, los premios, los homenajes; fueron los días en que a Gil-Albert se le elevó a categoría de icono literario, especialmente en su "habitat" natural: la Comunidad Valenciana. Nacido en Alcoy y residente en Valencia desde niño –salvo en el paréntesis del exilio–, fue objeto de varios reconocimientos en las provincias de Alicante y Valencia.

Para empezar, el periódico "Ciudad" de Alcoy le distinguió con el Premio Peladilla de Oro en 1978; en 1982, el mismo año en que se le concedía el Premio de las Letras Valencianas, el Ayuntamiento de Valencia le declaraba Hijo Adoptivo; un año después su ciudad natal le concedía nuevos honores con la Medalla de Oro y el nombramiento como Hijo Predilecto; en 1985 la Universidad de Alicante le investía Doctor honoris-causa; y en enero de 1986, tras constituirse el Consell Valencià de Cultura, fue elegido como su primer presidente. Entretanto, la Institució Alfons el Magnànim, de la Diputación de Valencia, editaba su obra completa en varios volúmenes desde 1981, mientras que en 1984 la Diputación provincial de Alicante adoptaba una decisión que, a la larga, ha mantenido su nombre en los ambientes culturales y académicos: la decisión de sustituir la denominación del Instituto de Estudios Alicantinos (IEA), fundado en 1953, por la de Instituto de Estudios Juan Gil-Albert, que posteriormente pasó a llamarse Instituto de Cultura Juan Gil-Albert y actualmente se denomina Instituto alicantino de Cultura Juan Gil-Albert. Parecía, pues, que con todos estos reconocimientos públicos el escritor alcoyano consumaba como octogenario una antigua sospecha confesada por aquellos días: "Yo esperaba que algún día se me leería, pero no sabía cuándo".

Independientemente de las sucesivas mutaciones de la denominación del Instituto, lo cierto es que, hoy por hoy, aquella iniciativa se ha convertido en la que más ha contribuido a popularizar su nombre. Es obvio que el citado organismo adquiría con ello un compromiso no escrito con el autor; y de ahí que en diferentes períodos y bajo mayorías políticas distintas se haya mantenido la costumbre de reeditar títulos suyos, tanto en ediciones propias como en colaboración con Pre-Textos, editorial radicada en Valencia.

En esta secuencia de recuperación literaria, ya es curioso que uno de los últimos libros que llevó sello del IEA fuera "Juan Gil-Albert. De su vida y obra", de su primo el poeta César Simón, conocedor de su itinerario biográfico y de las claves de su literatura, volumen de rara localización en la actualidad que en su día fue para muchos una oportuna guía sobre los textos del alcoyano. El mismo año en que apareció este libro se recuperaron en facsímil –bajo el sello, ya, del Instituto de Estudios Juan Gil-Albert– los dos primeros libros del escritor: "La fascinación de lo irreal", de 1927, y "Vibración de estío", de 1928, con ilustraciones de Manuel Redondo.

Los buenos propósitos tuvieron continuidad en el terreno de la creación y la investigación; y de hecho el Instituto ha promovido junto a Pre-Textos la edición de obras como "Tobeyo" (1990), recreación del México que conocieron los exiliados de la posguerra española, y la reedición de "Crónica General", en cuyas páginas dejó escritas diversas experiencias de su vida junto a reflexiones sobre cuestiones literarias y artísticas, "Breviarium vitae" (1999), colección de pensamientos elaborada durante treinta años y publicada en 1979 que Gil-Albert consideraba "apuntes desiguales de tamaño y color", "Heraclés" (2001), ensayo escrito en 1955 sobre la homosexualidad –"el último tema escabroso que queda en pie", decía en 1975, cuando vio la luz–, o "Las mentiras de las sombras" (2003), que reúne sus artículos sobre cine de la revista mejicana "Romance". En el ámbito de la investigación destaca el número monográfico de la revista "Canelobre" que se le dedicó en 1996, a los dos años de su muerte. Dirigido por Miguel Ángel Lozano, constaba de diecisiete trabajos y una oportuna y amplia documentación gráfica, con un retrato en la portada realizado por Ramón Gaya; colaboraron César Simón, Cecilio Alonso, Manuel Aznar, Guillermo Carnero, Javier Carro, Francisco J. Díaz de Castro, Annick Allaigre, Adrián Espí, Antonio Gracia, Adrián Miró, Antonio Moreno, Pedro J. de la Peña, Ángel L. Prieto de Paula, Evangelina Rodríguez, José Martín, José Sánchez Reboredo, José Luis Ferris y Carlos Palacio. Hay que mencionar, además, el libro "Gil-Albert, desde Alcoy", de Adrián Miró, que había salido en 1994 en colaboración con el Ayuntamiento alcoyano, y más recientemente "El culturalismo en la poesía de Juan Gil-Albert" (2000), versión revisada de la tesis doctoral presentada en Estados Unidos por María Paz Moreno.

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Juan Gil-Albert en América
por Juan Malpartida

Como es sabido, en 1937 se celebró en Valencia el Segundo Congreso de Intelectuales Antifascistas, en plena Guerra Civil. Allí se reunieron, junto con los artistas y escritores españoles, otros muchos europeos y americanos. Para algunos de los españoles fue el primer contacto con compañeros de oficio que, muy pronto, se convertirían en anfitriones de republicanos que habían perdido ya la guerra o estaban a punto de perderla. Uno de los escritores mexicanos que participaron en dicho congreso fue Octavio Paz, por entonces un veinteañero sin obra pero que, como escribió Gil-Albert, ya prometía un mundo. La ayuda del gobierno de Lázaro Cárdenas a la República durante la guerra tuvo su continuación en la posguerra con una generosa acogida. Entre esas multitudes que llegaron a partir de los últimos estertores de la Guerra Civil se hallaban José Moreno Villa, León Felipe, Juan Rejano, Manuel Andújar, Ramón Gaya, Antonio Sánchez Barbudo, Josep Carner, Ma-nuel Altolaguirre, Concha Méndez, Francisco Giner de los Ríos, Pedro Garfias y Juan Gil-Albert. Varios de estos escritores hicieron, en plena guerra y teniendo como redacción la casa familiar de Gil-Albert, Hora de España.

Juan Gil-Albert (Alcoy, 1904-Valencia, 1995) se había incorporado, en los últimos meses de la guerra, al Comisariado del 11 Cuerpo del Ejército, y tras unos días de estancia en Barcelona, salió de España junto con varios miles de españoles que fueron recluidos en el campo de concentración francés de Saint-Ciprien. En compañía de Gil-Albert estaban Sánchez Barbudo, Arturo Serrano Plaja, Rafael Dieste y Ramón Gaya. Gracias a la gestión de Jean Richard Block, el grupo de Hora de España fue reclamado y logró embarcar –tras una pequeña estancia en las afueras de Poitiers– en Marsella, rumbo a Veracruz, México. En ese barco iba también, junto con su mujer, el novelista Benjamín Jarnés. Era el año 1939 y Gil-Albert (nacido en 1904 y no en 1906, como él mismo, fiel a una cierta coquetería, insistía en mantener) tenía 35 años. Aún no había escrito ninguno de los libros por los cuales hoy le recordamos, pero ya contaba con algunas crónicas y prosas, entre descriptivas y reflexivas (no exentas de preciosismo), en las que se acusaba su interés por la historia y el intimismo, y, completando estos géneros, tres colecciones de poemas. No era mucho, si se piensa en algunos de sus compañeros de genera-ción, entendiendo por tal a los poetas y prosistas nacidos entre finales de la década de 1890 y los primeros años del siglo, aunque no ignoro que formalmente se le encuadra en la Generación del 36. Lorca había sido asesinado en 1936, dejando una obra en marcha y, al mismo tiempo, lo suficientemente hecha como para caminar por la memoria de los hombres. Y tanto Alberti como Cernuda eran ya autores de varios libros esenciales de nuestra lírica. Lo mismo puede decirse de Pedro Salinas y Jorge Guillén, los más tardíos en publicar. Gil-Albert tuvo sin duda un perfil muy especial, de una rara autenticidad (habría que decir que toda autenticidad lo es por desusada) y de un tono poco habitual en las letras españolas, tanto por su cultivo de la crónica como por la vertiente reflexiva que entronca con el moralismo francés, el que recorre los siglos XVII y XVIII y desemboca, en pleno siglo xx, en André Gide. El autor de Los días están contados fue sin duda un escritor de lenta exploración, como si la materia que tenía por destino, tanto en su forma como en su contenido, sólo se le fuera a revelar tras un lento esfuerzo que adoptó el dibujo de una espiral: siempre estuvo sobre el mismo eje, gravitando hacia su cumplimiento, pero no mostró su rostro sino en su madurez, tras el exilio, ya de nuevo en el paisaje mediterráneo que le sirvió de fundamento. Como un Anteo, al tocar nuevamente tierra (la suya), recobró fuerza y, con ella, sentido. Curiosamente, su vuelta, tras los años de exilio en México y Argentina, adoptó la forma de un exilio interior: incomprendido y criticado por algunos de sus mismas ideas políticas, olvidado y marginado por los vencedores, el escritor tuvo, para expresarse, que cerrarse sobre sí mismo, pero sólo para abrirse en un conjunto de obras que, tras el fin de la dictadura, nos descubrirían a un escritor completo y casi inédito hasta entonces: Gil-Albert asistía a la publicidad de su obra casi con el mismo asombro que el de sus lectores. Durante años, desde su vuelta a España en 1947, había escrito con una vocación propia del verdadero escritor (la misma que asiste al Valéry de los Cahiers): no oía la voz inmediata del reconocimiento o la refutación sino aquella otra que surge de una demanda fatal y que le hace vislumbrar que no podía ser de otra manera.

La vida de Gil-Albert en México es, en parte, un misterio, no porque se haya ocultado sino porque fiel a nuestra querencia por el olvido, nadie –hasta donde sé– ha dedicado su tiempo a reconstruir esos años. Se hacen miles de tesis y tesinas, pero no siempre sobre lo que verdaderamente importa, y una de esas tareas es recabar la documentación biográfica de muchos de los escritores españoles y latinoamericanos que, tras su muerte, comienzan a desaparecer de la memoria de los que los conocieron. Este mismo olvido, nueva reinvención del exilio, es lo que está sucediendo con Gil-Albert. Además, las características de su personalidad han contribuido a que los datos sean aún menos precisos. A pesar de que el número de escritores exiliados fue numeroso, es curiosa la pobreza de diarios y memorias respecto a la vida de estos escritores en América, y también se ha mencionado la poca presencia de la historia, el paisaje y las gentes de América en las obras de creación, sea en las de Jorge Guillén, Pedro Salinas, Alberti o Rosa Chacel (las excepciones son Moreno Villa y el periodismo de Max Aub). Se ha dicho muchas veces que vivieron con las maletas hechas, aunque muchos de ellos tuvieron hijos en sus respectivos países, participaron en instituciones y murieron allí. Gil-Albert no fue una excepción y quizás lo fue poco en la medida en que pocos como él estaban fuera de su elemento natural. El mundo de Gil-Albert era, por un lado, mediterráneo, entendiendo por éste las vertientes griegas y latinas y algunos aspectos del arte y la poesía italianas (de Puccini a Leopardi, de la pintura renacentista a Visconti). Por el otro, el mundo francés. Gil-Albert fue un afrancesado, en el buen sentido de esta palabra que supone una crítica de nuestra pobre ilustración. Tanto los moralistas del siglo XVII y XVIII como los librepensadores del Siglo de las Luces fueron sus contemporáneos. Ante la aplicación de este término –afrancesado– de manera peyorativa, dijo: “No soy un afrancesado, soy un español que razona”. Además de estas líneas generales, no hay que olvidar que Gil-Albert no era un aventurero, ni un explorador, tampoco un viajero. De hecho, trató en sus desplazamientos –que a veces fueron profundas sacudidas– de no apartarse del mundo que le era más propio y ser fiel a sí mismo. De alguna forma, Gil-Albert, desde muy pronto, estuvo ya hecho, sólo que tardó en mostrarse.

En México, fue colaborador de las revistas Taller, Romance y El Hijo Pródigo. De la primera fue secretario durante algún tiempo. En Romance colaboró como crítico cinematográfico, desde febrero de 1940 a mayo de 1941.1 Esta afición por el cine, con juicios muy controvertidos en su caso, que no excluyen la verdadera lucidez, la comparte con Francisco Ayala, Max Aub, Benjamín Jarnés y Luis Cernuda, aunque este último carezca de literatura al respecto. El primer número de El Hijo Pródigo salió en abril de 1943, año en el que Gil-Albert dejó México por algo más de año y medio, y Paz comenzó (por Estados Unidos) su larga y fructífera estancia fuera de su país. Entre las tareas literarias de Gil-Albert estuvo la participación en una de las antologías más importantes que se han hecho en Hispanoamérica: Laurel. A comienzos de 1940 la editorial Séneca, cuyo director era José Bergamín, encargó a Xavier Villaurrutia, Emilio Prados, Octavio Paz y Juan Gil-Albert una antología de la poesía moderna de lengua española. Octavio Paz nos ha dejado un testimonio preciso de la elaboración del libro. Dicho texto nos informa de que el autor primordial de la antología fue Villaurrutia; en cuanto a los españoles: Emilio Prados casi nunca asistió a las reuniones “y su contribución se redujo a la selección de sus propios poemas. En cambio, se encargó de la tipografía y la imprenta. Gil-Albert estaba lleno de buena voluntad pero conocía apenas la poesía hispanoamericana, de modo que no pudo ayudarnos mucho en la selección de la obra de los poetas nacidos en América; sin embargo, colaboró con acierto y con gusto en la sección española del libro.” La confección de Laurel topó con varios inconvenientes: uno de ellos, la exclusión, según el criterio de Villaurrutia y Bergamín, de los más jóvenes, entre los que se hallaban Gil-Albert y Paz, pero también Miguel Hernández y Lezama Lima; otro, la actitud negativa de Pablo Neruda, que no vio con buenos ojos dicho proyecto ni simpatizaba con Villaurrutia y Gil-Albert.2 En Memorabilia, Gil-Albert confiesa que encargó a Ramón Gaya, “por considerar que podía hilar más fino, la relación que me había correspondido de Juan Ramón”, pero no encontraremos más declaraciones al respecto a pesar de la importancia de la antología. Parece evidente que al poeta valenciano la historia de la literatura le era ajena, aunque no la Historia, a la que fue un gran aficionado. No es que fuera un hombre sin curiosidad intelectual, sino que dicha curiosidad estaba tocada por una suerte de egotismo notable. Pero lo importante es que esa entidad que llamamos Gil-Abert llevaba dentro un mundo, o era muchos mundos, así que su egotismo, asistido por una refinada cultura y una inteligencia reposada, logra convertir su objeto en algo interesante también para nosotros. No obstante, como veremos pronto, Gil-Albert observó los lugares por donde pasaba, y hay constancia en varios de sus poemas y, de manera atomizada, en sus memorias. A diferencia de José Moreno Villa y de Luis Cernuda,3 Gil-Albert no escribió ningún libro sobre México. La excepción, hasta cierto punto, es un libro de género ambiguo: Tobeyo, publicado en 1990 y en el que narra, bajo una discreta ficción, su vida en México y, en el centro de ella, una pasión amorosa. Las observaciones sobre México en su Breviarium vitae,4 una obra de indudable valor, son en realidad, reiteraciones y variaciones de las que hallamos (pocas), de manera más acertada, en sus crónicas.

¿Por dónde anduvo Gil-Albert? ¿A quién trató? ¿Qué buscó en esa ciudad ya en pleno crecimiento, y dónde podía contactar aún con un grupo de escritores que, tanto por su calidad como por intereses, tenía que ver con la generación suya del 27? ¿Qué pensó de Villaurrutia, de Reyes, de Pellicer? Hay que recordar que por esos años la producción poética y crítica fue notable. Por sólo citar algo: se acababa de publicar Nostalgia de la muerte (Sur, Buenos Aires, 1938) de Villaurrutia, Muerte sin fin (1939), de Gorostiza, y coincidiendo con su estancia en Buenos Aires, Ficciones (1944). Sabemos que en México df vivió en una misma casa junto con Ramón Gaya, Enrique Climet y Mariano Orgaz, en la avenida Insurgentes, y luego en otras direcciones. Por datos desperdigados en declaraciones y en libros de Gil-Albert sabemos que trató a Villaurrutia, del que menciona su libro Nostalgia de la muerte y que iba a menudo a comer a casa de Carlos Pellicer, también a la de Octavio Paz y Elena Garro. Aunque Octavio Paz siempre aparece por todas partes en su estancia en México no sabría afirmar si tuvieron una gran amistad. Gil-Albert recuerda con sentimiento, tras recibir la noticia del fallecimiento en Valencia de su hermana menor, la noche que Paz pasó sentado frente a él, acompañándolo. Pero también le he oído contar que cuando llegaba a su casa de visita, Paz solía salir: “Has venido a ver a Elena, lo sé”. Sin duda Gil-Albert, como José Bianco, admiraban y se sentían atraídos por la escritora mexicana, una mujer inteligente, imaginativa y, consecuentemente, inesperada. También: oscura y díscola. En el caso de Bianco, la admiración abarcó a ambos. En unas declaraciones5, Gil-Albert recuerda que escribió (¿la publicó?) en México una extensa recepción de un libro de Paz, sin embargo el conocimiento que tenía de su obra era escaso. Paz escribió unas líneas de admiración por la obra memorialística de Gil-Albert, y alguna vez mencionó su rápido ingenio, pero su estilo y gran parte de su mundo le fueron ajenos. Y en cuanto a su poesía, es deducible por sus ensayos y gustos que no podía formar parte de lo que le apasionó. Después de que ambos dejaran México en 1943 no se volvieron a ver hasta 1987, cuando se celebraron en Valencia, presididos por Paz, unos actos rememorativos de aquel famoso encuentro de 1937. La vivacidad y la polémica, la revisión de las ideas de la política de bloques, marcaron esos días. Gil-Albert participó leyendo un breve texto, pero sin duda fue sobrepasado por sus años y, de nuevo, por temas que, sin serle ajenos, no eran del todo los suyos, o si lo eran hubieran exigido de Gil-Albert un recogimiento ajeno al momento.

Pero me he adelantado demasiado. Aún estamos en México y hay que abrir Tobeyo:6 Se trata de una narración sobre su estancia en dicha ciudad, en la cual se cuenta y se reflexiona sobre un acontecimiento capital en el exilio de Gil-Albert: su enamoramiento de un joven, de ahí que el título se complete con esta equivalencia: O del amor. Es, pues, un libro sobre el amor, pero lo es también sobre el mundo que le rodea, de ahí que aparezcan, disfrazados tanto en sus nombres como a través de algunos hechos y rasgos, el mismo Gil-Albert (Claudio, músico en esta “ficción”), Ramón Gaya (Bartolomé), Magda (Concha Albornoz), Edmundo (Octavio Paz), Virginia (Elena Garro) y otros. Aunque contiene algunas páginas memorables, y observaciones de interés, quizás no sea casualidad que esperara a publicar este libro a 1990. Sin duda tuvo comprensibles dudas respecto a su valor. No es un libro logrado, como sí lo es Crónica general o Los días están contados, quizás por esa mezcla entre ficción y realidad en la que Gil-Albert no terminó de desenvolverse. Aunque las observaciones y reflexiones están puestas en boca de uno o de otro personaje, es fácil adivinar que casi todas le pertenecen, como cuando dice lo siguiente: “Lo que nos ocurría en México [...], era que nos encontrábamos en Oriente. No en nuestra casa, como algunos trataban de suponer sino, por el contrario, rodeados de una como lejanía cautivante, pero lejanía. Que no inspiraba nuestra fraternidad; nos atraía, sí, pero con desconfianza.” Creo que la siguiente cita es más explícita y profunda, especialmente porque es una confesión de cómo se hallaba a veces Gil-Albert en el medio mexicano: “Sentirse en este continente desconocido, habitante de un país extraño, en unas condiciones azarosas, desarraigado de todo lo que hasta entonces, tierra, familia, ambiente, estancia, había constituido para él, durante treinta años, nutrimiento y amenidad le trastornaba, por completo, su mundo, y si bien le ofrecía la posibilidad de extender sus experiencias, la situación era para él tan nueva, tan tentadora por lo demás, y tan penumbrosa (...). Cuántas veces había de quedarse así, en medio del indiferente tráfico ciudadano, rodeado del medio hostil, sin tener dónde ir, y sin querer ir a ninguna parte.”

Creo que este retrato de un instante de extrañeza podrían suscribirlo muchos exiliados, y quizás nos basta con un ejemplo, aunque sin olvidar el poema “A México” de Las ilusiones (1944); pero sus observaciones sobre la psicología del mexicano son más penetrantes: “En el mexicano, como se advierte con bastante facilidad, su rencor español no deja de mostrarnos desde sus orillas el drama nostálgico de una admiración que se refrena tanto por pudor como por resentimiento. No se explica uno cómo se mantiene tan en la epidermis del país la civilización del pasado, pero en México, lo histórico es como si anduviera uno con su presencia, retadora y disimulada a la vez, por la calle”.

La idea de que la historia está viva en México es acertada, y no sólo por la presencia del mundo indígena sino porque ha informado todos los sustratos de la sociedad, desde la cortesía a la cocina, de la política a los cultos religiosos. Tampoco fue ajeno Gil-Albert a esa ambigüedad del carácter mexicano (se entiende que generalizo) coincidente con otros viajeros, como Jean François Revel, por citar a alguien de otra lengua y que residió en México un poco después del español, por no citar al mismo Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Cito de nuevo: “La vida mexicana, su estilo contrapuesto al español, hecho de medias tintas veladas, mucho más sensible de piel pero por dentro menos definida y por ello mismo difícilmente aprensible en su esencialidad, ocasiona en los extranjeros un espejismo constante, aun si éstos son españoles. El español no ha comprendido nunca al indio; lo esclavizó primero, lo catequizó después pero sin saber, exactamente, quién era, ya que nadie entiende menos de matices que él”. Se da una confusión significativa entre el estilo de “la vida mexicana”, que Gil-Albert comienza a perfilar con lucidez, y la reducción que hace inmediatamente a la población indígena. Olvida a menudo que la gran población es mestiza. La crítica ante la sensibilidad roma del español, incapaz de matiz, es tan acertada en su generalización como incompleta es su descripción de las etapas de la presencia del español en América. Hubo violación, sin duda, pero olvida que también hubo fascinación, de la cual es producto buena parte de la sangre mexicana actual. Pero su crítica de la incomprensión del indio por parte de los españoles es exacta, y lo hace más evidente la poca literatura sobre antropología, sociología, historia y memoria relativa a América, debida a los españoles, a pesar del alto número de estudiosos y creadores que durante el siglo xx han vivido, por elección o por destino, en dicho continente. Poco a poco parece que salimos de nuestro narcisismo histórico, pero con tal ausencia de instituciones que todo queda, como ha sido siempre entre nosotros, en valiosas excepciones.

Antes de trazar algunos rasgos de la estancia de Gil-Albert en Argentina, quiero cerrar este puñado de citas con una de Los días están contados, en la que describe la ciudad de México de manera sintética y perspicaz. Es admirable cómo nos hace ver y sentir esa sensación de infinitud y al mismo tiempo de opresión en un espacio abierto: “La experiencia mexicana es de orden trascendente. La infinitud aguarda allí a quien se asoma a su alta planicie; la infinitud, y a la vez la sensación angustiosa del límite, de que allí acaba la tierra del hombre y de que toda esa luminosidad helada, plateada, de altura, que resplandece en las cosas es ya el abismo, el más allá inhumano o sobrehumano (...) Se siente que la tierra se ha cerrado en redondo, que aquello es el verdadero finis-terrae y que, como desde un balcón infinito, contemplamos el paso de las nubes maravillosas por las rutas inaccesibles”.

Gil-Albert viajó camino de Buenos Aires con Máximo José Kahn. Salió en 1943, sin duda, como sabemos por varios de sus relatos, tratando de poner distancia en una complicada relación amorosa. Visitó Colombia, invitado por el antiguo embajador en México y amigo suyo, Sabaski, y luego continuó viaje a Lima y Rio de Janeiro, donde residió medio año. Allí se encontraba Timoteo Pérez Rubio, el marido de su gran amiga Rosa Chacel, residente entonces con su hijo en Buenos Aires. Su estancia en Brasil es una laguna, y no sabemos si llegó a interesarse por la poesía brasileña. Intuyo que vivió alejado del mundo cultural y cercano a la enorme belleza de la geografía de Rio.

Cuando llegó a la capital argentina, en 1944, José Bianco no tardó en invitarlo a colaborar en la revista Sur y Mallea, en La Nación. En Buenos Aires se encontraban Rosa Chacel, María Teresa León y Rafael Alberti y Serrano Plaja, entre otros. Gracias a Mariquiña Valle-Inclán y a su esposo, que era editor, publica en Buenos Aires, en noviembre de 1944, su probablemente mayor poemario, Las Ilusiones, con prólogo de González Carbalho, libro en el que hay una fuerte influencia clásica, especialmente de Píndaro, autor que leyó y releyó, en traducción francesa, en el primer barco de su exilio. A pesar de sus colaboraciones en Sur (cierto que escasas) no conoció a Victoria Ocampo, pero sí a Silvina y, sobre todo, a Angélica Ocampo. Creo recordar que vio a Borges, pero ¿tenían realmente algo que decirse? El gran escritor argentino acababa de publicar uno de sus libros más emblemáticos, Ficciones. Es cierto, Buenos Aires no le parecía Oriente, como le parecía México, sino más bien, como dice el lugar común, París, pero por mucho que en la sociedad bonaerense pudiera encontrar paralelismos con la cultura que le había alimentado, Gil-Albert debió ser por esos años lo más semejante a una raíz a la deriva del viento, en este caso del viento de la historia. En 1945, una carta de su amigo mexicano le hace volver. Hizo el viaje en barco, por el estrecho de Magallanes hasta el mar Pacífico, el canal de Panamá y, finalmente, la costa mexicana. No tardaría en tomar otro barco, en esta ocasión con rumbo a Lisboa. Se detiene un par de días en Madrid, en casa de Ricardo Baeza, hospedado por su esposa, que había vuelto también de Buenos Aires, aunque el notable traductor permanecía en la capital argentina. A Juan Gil-Albert le aguardaba un largo exilio interior del que tenemos relatos, ecos y reflejos en su obra de memorialista. En ella encontramos el testimonio de esa vuelta en 1947 a la España franquista: Drama patrio, escrito en 1962 y publicado en 1977. Una cita de unos versos de Dante encabezan ese lúcido testimonio: “rimossa ogni menzogna”: rechaza toda mentira, una divisa moral a la que Juan Gil-Albert fue siempre fiel. ~


1. Estas críticas han sido recogidas por Juan Cano Ballesta en Juan Gil Albert: La mentira de las sombras, Pre-Textos, Valencia, 2003.
2. Octavio Paz: “Poesía e historia: Laurel y nosotros”, OC. Vol. 3, Círculo de Lectores, Barcelona, 1991.
3. José Moreno Villa: Cornucopia de México, 1940; Luis Cernuda: Variaciones sobre un tema mexicano, 1952.
4. Juan Gil-Albert: Breviarium vitae, 2 vols. Caja de Ahorros de Alicante y Murcia, Alcoy, 1979. (Actualmente hay una edición, mucho más cuidada, en la editorial Pre-Textos.)
5. Luis Antonio de Villena: El razonamiento inagotable de Juan Gil-Albert, Anjana Ediciones, Madrid, 1984.
6. Juan Gil-Albert: Tobeyo o del amor, Pre-Textos, Valencia, 1990.

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"LA PLENITUD RECLINADA"
por Ángeles Cáceres

Juan Gil-Albert, un patriarca de las letras

«Me encuentro conmigo mismo a través del tiempo: con el amor, con la ilusión, con la juventud…»

Subimos a su casa cuando la tarde dobla en Valencia y disipados adolescentes despliegan invisibles alas de Afrodita, asaltando las aceras. Todo tiene lugar como al polvillo nacarado de sus alas conviene, como a su escaso cuerpo le permiten las alas: el té enfriado en las tazas, pospuesto y olvidado ante el gozo de la palabra; la sesión gráfica, atravesada por la risa abierta del escritor alcoyano-alicantino y universal, Juan Gil-Albert, cargado de sentido del humor; la presencia silenciosa, casi egipcia, del gato; los retratos familiares, trascendiendo la muerte para acomodarse alrededor de la mesa camilla. Sólo fotografías, por favor –nos habían dicho-; se fatiga al hablar. Pero ha sido mucho más.


Tiene cerca de noventa años y sufre las servidumbres propias de la edad: una cadera rota que le obliga a utilizar silla de ruedas, el trallazo del Parkinson –herencia familiar- agitándole las manos, como nardos temblorosos en medio de un huracán; ciertas ráfagas de brumas aleteando apenas sobre las sienes, para emborronar el cerebro unos segundos. Pero qué importa, si está ahí, tan vivo. Sigue siendo sutil; delicado; elegante; esencialmente bello. Y coqueto.

- Está usted guapo, don Juan.

Y le brota el humor, como una chispa luminosa:
- Feli, estos señores que vengan a merendar siempre que quieran, ¿verdad?

Del salón emana una cierta atmósfera de museo; en el sofá, su clara efigie al óleo descansa apoyada en el respaldo, flanqueada por dos ejemplares monográficos de «Anthropos» dedicados a su obra y a su vida: compromiso, guerra, campo de concentración, exilio, fidelidad a sí mismo, coherencia, clasicismo de estilo, valor. Gil-Albert, la anarquía y el orden; la heterodoxia vital, la belleza, la pureza griega del amor, la concepción estética de la existencia, el ala y transparente de una disipada mariposa. Pero el mito es de carne todavía y se regocija, se divierte jugando con la gloria. Me toma de la mano, confidencial:
- Un día, al entrar, vi todo eso ahí puesto. Qué ocurrencia más rara, ¿no le parece? Y lo dije: ¿pero qué hacen esas cosas encima del sofá?

No viene al caso intentar una entrevista clásica; ni tampoco procede. Todo está dicho sobre Gil-Albert, escritor y poeta: Premio de las Letras Valencianas, Medalla al Mérito de Bellas Artes, Doctor Honoris Causa por la Universidad de Alicante, Hijo Predilecto de Alcoy… y tantas cosas más. No pienso torturarlo con una inquisición profesional de datos, fechas, nombres o títulos. El reto es penetrar en este otro mundo mágico de permanencias, de retornos al pasado, de suspiros, quejidos, aislamientos, entregas…

Me martillea la imagen –transmitida verbalmente por unos amigos comunes- de una mañana de domingo en su casa alcoyana de El Salt: Juan Gil-Albert al regreso de Argentina en la plenitud de su vigor, apareciendo recién despertado en lo alto de la escalera, cubierto sucintamente por un pijama de seda blanca (eran los últimos años cuarenta de la España hosca y pretendidamente recia); parecía –me cuentan- un lirio arrogante, una paloma translúcida e irreal.

- ¿Es difícil ser un mito, vivir con la gloria a cuestas?
- Hombre, no creo… no sé. Yo, por lo menos, no me siento un mito. Me encuentro muy normal y muy a gusto. Eso de los mitos siempre está unido a otros elementos que no son únicamente la fama, ¡bueno! Quiero decir que hemos conocido una época tan especial, y tan…

- Se siente querido por los alicantinos, por los valencianos…?
- Yo creo que sí, pero no hay que olvidar que ha pasado mucho tiempo –y además, qué tiempo, ¿verdad?- de cosas, de cambios, de luchas… tremendo, un tiempo tremendo. Pero yo encuentro que sí me quieren , aún; no sólo por lo que yo haya escrito, ni por mí, sino por mis padres también, que los pobres, ya desaparecieron.

Le flaquea la vista y no alcanza a leer por sí mismo, ni del elaborado placer de releerse. Su sobrina Mariana, o Feliz, o sus amigos, lo hacen en voz alta, por él.

- Sé que es una pregunta estúpida, pero ¿hay alguno de sus libros al que prefiera sobre los otros?
- Así, de momento, me hace usted una pregunta que tiene difícil contestación… Pues verá, todos. Me gusta que me lean cualquier libro mío; los quiero a todos, porque todos están llenos de mi vida, de anécdotas, de sentimientos… fíjese usted, es como esta habitación, que se conserva idéntica, sin tocar nada, sin mudarlo de sitio porque yo quiero que esté así; porque es mi vida, mis padres, mi hermana Tina, mis amigos, mi juventud, mi trabajo, mi literatura… Así es que, cuando un día entro y veo ese escaparate del sofá, les digo, ¿pero qué es esto?

(Y se echa a reír, una vez más, condescendiente con la admiración de los que le rodean, pero a la vez burlón).

- ¿Este es un cuarto mágico, don Juan?
Abarca una ojeada al recinto donde se acumulan, ordenadamente y cálidas, las claves públicas y secretas de sí mismo e inmediatamente me mira a los ojos, marcando el pulso justo del diálogo:
- ¡Pues claro! ¡Claro!

- ¿Recibe muchas visitas?
- Me ha visitado mucha gente, ¿verdad?, pero ahora están… vienen menos, porque como realmente, todo el mundo tiene sus ocupaciones, y yo, ya… bueno ¿me comprende?, esto es normal. Es normal.

Sinuoso, casi subrepticio, penetra en la habitación un gatazo hermoso para acomodarse junto a la estufa.

- Hay dos. Este fue un torbellino que no había quien lo sujetara, pero ya está más serenado. Igual que yo.

Y, sin solución de continuidad, saltándose a la torera la realidad de que el eje de la tarde es él, quiere enterarse bien de lo que le rodea:
- ¿Ustedes son de Alcoy?
- No, de Alicante.
- Ah, bueno… ¿Y no nos habíamos visto antes?
- Nosotros a usted, sí, claro, muchas veces.
- ¿Y este señor es su marido?
- No, don Juan, es el fotógrafo, un compañero de trabajo.
- Pues, ¡qué lástima! ¿verdad?

Y estalla en risas, absolutamente contagiosas. (Dónde dicen que está el anciano fatigado?).

- ¿Qué piensa de la España actual?
- No le podría decir, y creo que tampoco quiero hacerlo. No estoy llamado a opinar ahora sobre estas cosas… ¿Qué le puedo contestar? Que se ha deshecho y se ha vuelto a hacer… sí, bueno, pero eso era antes ¿verdad?, yo ahora, no yo… yo, lo que tenía que decir está ya impreso ¿comprende? Así es que a mí lo único que me importa ahora, es que no me modifiquen nada de esta habitación; y, efectivamente me la conservan intacta. Porque, ¿ve? Aquél es mi padre, mírelo, qué erguido, qué sereno; aquélla, tan guapa, mi madre. Y ésta es Tina, mi hermana, ya, también, desaparecida… Pero, en esta habitación yo estoy con ellos. Yo me reúno con ellos, vuelvo a vivir. Me encuentro conmigo mismo a través del tiempo: con el amor, con la ilusión, con la juventud... Los tengo a todos. Lo tengo todo.

- Don Juan… ¿se acuerda de Alcoy?
- Pues, Alcoy, era por completo hermoso: mi primera infancia. Luego, el Salt fue como un núcleo, como un refugio en la montaña para vivir hacia dentro. Alcoy, sí… lo recuerdo mucho, y hace tantísimo tiempo que no voy. Pero, ¿sabe?, también está dentro de esta habitación. Feli, dales el libro último que me han hecho, el que tiene tantas fotografías, para que vean cómo era yo en Alcoy. Y que se lo lleven: los libros son para tenerlos, no para verlos nada más.

Llega Arturo Zabala, amigo permanente, a compartir el té. Recuerdan, él y Feli, los últimos viajes con Juan Gil-Albert para realizar lecturas de su obra, para recibir homenajes. Feli, presencia invariable durante cuarenta y tres años desde la admiración, el respeto, el cariño, el hogar. Le besa, impulsivamente, la cabeza, y se disculpa: ¡es tan bonico!

Lo es. Desprende una ironía dulce, una resignación exquisita frente a la exigencia de la cámara:
- Que sí, que yo cojo un tomo de mis obras completas que sujeto como usted quiera el libro, pero lo que le estoy diciendo es que yo, sin gafas, estoy casi ciego y eso se va a notar en la foto. Y, además, se nos enfría la merienda.

Le gusta el té con leche; lo bebe con pajita, para evitar salpicarse si la oscilación de la mano mueve la taza en demasía. Pero sujeta las pastas con firmeza, las degusta con fruición, con el mismo gozo hedonista con que supo, y quiso, y se atrevió a degustar la vida. Vuelve a tomarme la mano para llevarla a su rodilla izquierda:
- Es aquí, ¿sabe usted?, esto me duele mucho desde la caída, que fue tremenda. Así es que tengo que dejar que me trasladen y me muevan de un lado a otro.

Fue hace dos meses. Terminaba de arreglarse para salir a pasear cuando cayó, dentro aún de la casa. Los médicos aventuran que pudo ser una rotura súbita del hueso, frágil y quebradizo por la edad, lo que provocara la caída, y no al revés. El golpe le ha supuesto, sin embargo, un alivio sensible en los síntomas del Parkinson. Probablemente no haya razones científicas para avalar la mejoría, pero el pragmatismo de Feli lo confirma: mírenlo, miren qué buenas trazas tiene para comer; si lo dejáramos, acababa con los rolletes del plato.

Entrañable… tierno. Doméstico. Sencillamente humano, en un plano contrapuesto al Gil-Albert de las bibliotecas; el otro, el de andar por casa, el que acaricia suavemente al gato en el silencio cuajado de ecos de su habitación mágica. Conservando hasta el final las señas de identidad: dice Feli que, en el hospital, le pidió un espejo para poder arreglarse el pelo a su gusto y no presentar mal aspecto. Desde aquel día, se refiere a ese mismo espejo como «el retrato de su padre»; ironía suprema, elegancia magnífica. No desciende a explicar que no es confusión mental de viejo el reconocer al padre en su propia imagen físicamente deteriorada; tampoco explica por qué a veces, llama «madre» a la amorosa y entregada Feli. Se queda mirando al vacío unos segundos, en suspenso: viaja en el tiempo. Cuando regresa, ironiza, aclara una duda o ríe a carcajadas. Soporta la edad con una dignidad inmensa: la sobrevuela.

Arturo Zabala desgrana anécdotas de Gil-Albert en Alicante, con José Carlos Rovira; de sus comidas en El Delfín, donde los camareros le animaban a levantar la casa de Valencia e instalarse en Alicante definitivamente. En Alicante –cuenta Feli- estuvo viviendo mucho tiempo, en su mente; salíamos de paseo y me decía: qué iluminado está esto, casi no lo reconozco, ¿y la Explanada? Y en Alicante –dice Arturo Zabala- van a publicar ahora las dos primeras novelas del escritor, «Vibración de estío» y «La fascinación de lo irreal», que no aparecen en los primeros volúmenes de su obra completa, porque él mismo prefirió no hacer una selección cronológica.

- ¿Vale la pena dedicar la vida a escribir, aunque la gloria llegue a los setenta años?
La respuesta es monosílaba y rápida. Rotunda.
- Sí.

Su trayectoria respalda, punto por punto, la afirmación. Los primeros libros, autoediciones. Extensos paréntesis de silencio editorial, y trabajo: en el campo alcoyano; en Latinoamérica; en el mínimo habitáculo de su casa de Colón al que la familia llama humorísticamente «la celda», durante tantos años de ostracismo profesional. Horas. Días. Noches. Escribiendo, siempre.

- ¿Qué le diría Juan Gil-Albert a alguien que empieza a escribir?
La grabadora recoge un prolongado espacio de silencio. ¿Es un brochazo de bruma? ¿He planteado la pregunta demasiado rápida, o excesivamente baja de tono? Qué tontería: el escritor, simplemente, meditaba la respuesta exacta, una respuesta total.
- No le diría nada. Porque, si ha empezado a escribir, ya sabe todo lo que yo pudiera decirle. (Y ríe suavemente). Claro.
No me puedo callar.

- ¿Pero no decían que le costaba trabajo coordinar las ideas? ¿O es que esto no es pura lucidez?
Y salta la anécdota:
- El neurólogo que lo trata, como conoce los antecedentes de Parkinson en la familia –su propio padre, la tía Vicenta…-, en la última visita lo sometió a pruebas muy rápidas, encadenadas: quiénes éramos los que estábamos allí, el año, el mes, el día, la edad que tenía, los títulos de sus libros… Don Juan le fue respondiendo a todo, y al final le soltó: si llego a saber esto, me preparo con tiempo, hombre.

Disfruta viendo llover. En el hospital, recién operado de la rotura de cadera, hizo que trasladaran su cama junto a la ventana para poder mirar el jardín bajo la lluvia. Se rodea de estética -reflejos, cuadros, luces, presencias- para encajar sin esfuerzo en el entorno. (Está seguro de que él mismo es decantada estética). Me alarga, temblorosos los dedos, un libro abierto por una página concreta, marcada de antemano, y me indica que lea. Es su «Homenaje a la vejez».

Nunca pude pensar que envejecernos
fuera esta plenitud que se reclina
del lado del poniente como tarde
ya en la noche avanzada nos volvemos
por consumir el suelo que nos queda
con postrer frenesí…

Fuera, la tarde ha devenido noche levemente, sin estruendo, como en un fragmento perfecto de cualquiera de sus obras; yo tengo un nudo irremediable en la garganta. Un soplo de olvido (¿O de recuerdo?) vuelve a poner en sus labios la pregunta:
- ¿Y, ustedes, vienen de Alcoy?
En ese momento Carratalá, que está cuajado en el oficio, se me adelanta para responderle:
- Casi, don Juan: de al ladito mismo de Alcoy.

Y se lía como loco a disparar la cámara aceleradamente –dos, tres, cinco, siete veces- para encerrar en ella las retamas, las adelfas, los molinos, los juegos, el amor, la pasión, la madre, los barrancos, la montaña… todo lo que aflora, como una eclosión de mariposas multicolores, en el rostro súbitamente ilusionado, milagrosamente rejuvenecido, de Juan Gil-Albert.

Tres_Leches είπε...

JARDÍN

A Juan Gil Albert

NUBES a la deriva, continentes
sonámbulos, países sin substancia
ni peso, geografías dibujadas
por el sol y borradas por el viento.

Cuatro muros de adobe. Buganvillas:
en sus llamas pacíficas mis ojos
se bañan. Pasa el viento entre alabanzas
de follajes y yerbas de rodillas.
El heliotropo con morados pasos
cruza envuelto en su aroma. Hay un profeta:
el fresno -y un meditabundo: el pino.
El jardín es pequeño, el cielo inmenso.

Verdor sobreviviente en mis escombros:
en mis ojos te miras y te tocas,
te conoces en mí y en mí te piensas,
en mí duras y en mí te desvaneces.

Octavio Paz

senses and nonsenses είπε...

iba a comentarte sobre lo alucinante del lugar que aparece en la foto, y sobre las fechas de tu blog (que no sé griego, pero me da un poco que están puestas al libre albedrío), pero me has impactado con toda la documentación sobre Gil-Albert, ciertamente un poeta muy poco conocido.

un abrazo.

Tres_Leches είπε...

Adelantando las fechas es mi modo un poco peculiar de luchar con(tra) el tiempo. :)

De Gil-Albert tenemos mucho que hablar en este blog.

Un abrazo también.

*el fragmento proviene del poema : A un monasterio griego

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