El urinario estaba embadurnado de alquitrán. Al frente había tres tabiques de madera con puertas provistas, a manera de mango, de un mecanismo automático. Se dirigió al compartimento del fondo. La puerta se cerró sola con estruendo. Se bajó los pantalones y se sentó en la tapa de la taza. Mecánicamente extendió la mano para coger papel del rollo que colgaba del tabique de madera.
La mano se le quedó en suspenso: la pared estaba llena de dibujos e inscripciones obscenas –no sólo las dos o tres groserías con faltas de ortografía que se podían encontrar en los servicios de los cines de barrio de Atenas, sino páginas enteras-. La mayoría estaban medio borradas, excepto una. Como hipnotizado, se puso a leer. La escritura era retorcida, las letras unidas entre sí, no podía descifrar todas las palabras, pero, más o menos, comprendió de qué se trataba. El anónimo cronista contaba que un atardecer había ido a un parque y, según avanzaba sigilosamente sobre el césped, por poco tropieza sobre una chica-. Continuaba la descripción de la escena con todo tipo de detalles excitantes y muchos primeros planos que, como un operador infatigable, había filmado el desconocido con sus ojos, cayendo de rodillas casi entre las piernas del desprevenido marinero.
Excitado, mareado cono si hubiera bebido de un solo trago una botella de vino, templándose todo el cuerpo de lascivia, se volvió febrilmente hacia la otra pared, mientras su mano, obedeciendo a un impulso ciego y animal, descendió hasta la entrepierna. Pero. De repente, se quedó helado como si hubiera visto un fantasma. Por un agujero de la pared medianera, en el que no había fijado hasta entonces, vio un dedo que se movía como diciendo «ven, ven…». Lo miró aturdido, con la respiración entrecortada, parecía una cobra presta a abalanzarse sobre él al menor movimiento. Después el dedo se retiró. Inclinándose un poco, alcanzó a distinguir dos muslos llenos de pecas y de escasos pelos rojizos, porque inmediatamente después el agujero se oscureció y vio salir de él una cosa que no era dedo, lo vio salir todo entero y esperar palpitando provocadoramente. Miró estupefacto el trozo de carne humana, que se diría no pertenecía a persona alguna, sino a la pared de la madera, la sucia e inanimada pared de madera que lo invitaba ahora a hacer el amor. Miró indeciso, lleno de deseo, pero también de miedo, de asco. Toda la sangre se le había subido a la cabeza. En aquel momento alguien intentó abrir la puerta. Presa del pánico, dio un salto y la golpeó desde dentro. Al mismo tiempo, todo el andén comenzó a agitarse por el estruendo de un tren que entraba en la estación. Se subió apresuradamente los pantalones y se precipitó afuera. Un tren se ponía en marcha en el andén de al lado. Miró el reloj. Tenía aún tres minutos enteros. Se volvió y miró atentamente hacia la entrada de los servicios. Y, de repente, lo embargó la irresistible curiosidad de ver a quién pertenecían los muslos pecosos y pelirrojos, de ver quién era aquella pared dotada de pene humano. Así pues, se arrimó a la entrada, de forma que pudiera vigilar las puertas de los tres compartimentos. Quería ver, aun a costa de perder el tren, aun a costa de llegar tarde al trabajo, no le importaba ya -¡a la porra el trabajo!-. Había un montón de trabajos en esta ciudad rica y populosa.
Pero no fue necesario que perdiera el tren. Casi al instante la puerta de en medio se abrió, y salió un joven con uniforme gris y una gorra con una cinta granate. Bajo la gorra se distinguían algunos cabellos rojos. Tenía la cara llena de pecas. Con la cabeza alta, pasó a su lado y se perdió entre la multitud. En aquel instante apareció un tren –su tren-. Como un robot que no piensa, sino que ejecuta órdenes, se apiñó entre la gente ante la puerta del vagón más cercano, entró y se plantó con la cara hacia fuera. El tren se puso en marcha. Se metió la mano en el bolsillo para sacar el billete y tenerlo preparado (...). Luego se puso a mirar afuera, a mirar melancólicamente las casas y las fábricas que desfilaban en dirección contraria. Y, al mirar, recordó algo –algo que le venía incomodando desde hacía rato, al bajar de la habitación de su hotel, cuando se quedó un momento vacilante sin saber por qué-. Ahora lo sabía. Era la gente del bar. El bar estaba lleno. Por la mañana temprano. ¡Dios nos guarde!
Costas Taktsis: Las vueltas (ediciones del oriente y del mediterráneo, 1996)
(trad.: Natividad Gálvez)
COSTAS TAKTSIS. Nació en Salónica en 1927, y es el máximo exponente de la generación de escritores de la última pléyade de las letras griegas. Pasó su infancia y adolescencia en Atenas, donde estudió la carrera de derecho. Murió asesinado en esta ciudad en agosto de 1988. Sus libros reflejan fundamentalmente el mundo de su infancia y adolescencia, un mundo lleno de miserias, guerra civil y brutalidades, que son observadas por la mirada inocente y distanciada del pequeño. Desde la aparición de su primera novela, La tercera boda, en 1963, pasó a ocupar un lugar destacado en las letras neogriegas. Su segunda obra, Las vueltas, es un conjunto de cuentos aparecidos en diferentes revistas literarias y reunidos en forma de libro en 1972. Posteriormente publicó una nueva recopilación de relatos, Mi abuela Atenas y una antología de poemas, Café Bizancio.