Cuando se habla de la homosexualidad griega, normalmente oscilamos entre varios extremos: algunos niegan dicho fenómeno, considerando que el «pecado dorio» era algo restringido a ciertos círculos; otros lo subliman en un hermoso acto de admiración platónica sin sexo; otros, por el contrario, cantan las loas del paraíso del amor libre que fue Grecia.
Todos se equivocan.
En 1978, Kenneth James Dover publicó la primera versión de Homosexualidad griega, un tratado completo, científico, erudito y transgresor, sin juicios morales positivos ni negativos. Pronto vió la luz, el mismo año, la primera traducción francesa con un delicioso prólogo de Michel Foucault. En 1982, la traducción francesa se vio enriquecida con nuevas aportaciones del autor, algunas de las cuales se incluyeron en la segunda edición inglesa de 1989, base del texto español.
Publicado en España en 2008, con un considerable retraso, el libro de Dover es excepcional en muchos sentidos. En primer lugar porque constituye un tratado académico intachable, que recoge cientos de testimonios procedentes de la cultura material (pinturas vasculares, grafitos), del ámbito jurídico (procesos judiciales, en especial el de Timarco) y del mundo literario (desde Aristófanes a Platón). En segundo lugar, por tratar el tema desde un frío y calculado amoralismo, tan alejado de los escrúpulos neovictorianos como de la candidez romantiforme de algunos ambientes. En tercero, por dejar patente lo que muchos deberían haber descubierto de no llevar puestas las anteojeras del prejuicio.
Aunque cualquier simplificación es una invitación al error, no podemos hacer una reseña de trescientas páginas, así es que me perdonaréis si extracto algunas de las tesis (no exclusivas de Dover, pero sí reforzadas en este texto).
1) La verdadera homosexualidad, entendida como el deseo entre adultos libres, existía en Grecia en la misma proporción que en cualquier otra época, ni más ni menos, pero no constituye el grueso de las relaciones ni el prototipo griego. Alcibíades es Alcibíades, no Grecia.
2) Existe una «pseudohomosexualidad» en la que se sustituye un objeto de deseo preferido (mujer) por otro de segunda elección pero más accesible (muchacho). Este fenómeno está perfectamente constatado en publicaciones médicas y psicológicas, pero es menos aceptado en el campo de las humanidades. En el caso de Grecia, la separación de los sexos fue un elemento decisivo: las mujeres decentes, en casa y con la pata quebrada, eran inaccesibles. El hombre podía tener relaciones con esclavas o prostitutas, pero perdía la emoción del juego de cortejo y seducción.
3) Existe otra pseudohomosexualidad en la que el valor principal es el de dominación. Se puede encular a un esclavo o una mujer sin que ello sea reprobable.
4) Se puede tener una relación con otro hombre sin que sea reprobable para el insertor. Por el contrario, es causa de oprobio para el receptor. Sólo uno de los dos elementos es juzgado con severidad. Esta doble moral establece reglas distintas para el activo y para el pasivo. El papel del primero es cazar, y el del segundo eludir la caza, y se juzga a cada uno según su éxito relativo en su papel. Dover compara la situación del erastés y el erómenos en Grecia con la del caballero y la damisela en los juegos de seducción ingleses de los años treinta. También da a entender que la sociedad considera como algo normal esa doble moral: el padre actual que se enorgullece de los éxitos de su hijo varón pero ata corto a su hija no es distinto del padre griego que veía con buenos ojos a su hijo de veintitantos perseguir al hijo del vecino, pero no al vecino de veintitantos perseguir a su hijo pequeño.
5) La relación del erastés y el erómenos tiene unas reglas cuyo cumplimiento define si es de buen o de mal gusto. Entre otras (non solus sed etiam), saber contenerse es virtuoso y dejarse arrastrar por la pasión es deshonroso.
6) La relación del erastés y el erómenos es vista en su época como algo natural, sin implicar ninguna orientación sexual futura.
7) Hay una etapa en la que el papel de erómenos es aceptable (12-18 años), no siendo correcto pasada esa edad.
Estas tesis, entre otras, se exponen de forma clara, sólidamente documentada, carente de moralinas, con una prosa ágil y bella, aunando el placer de la erudición y una típicamente británica ironía. El camino seguido en la demostración es fácil de seguir y ameno. Los amantes de Grecia se encontrarán en su salsa, tanto si se trata de lectores cultos como de otros menos iniciados. En definitiva, un libro muy recomendable tanto para aprender como para liberarse de clichés. O para pasar el rato, que también es algo loable.
(hislibris.com)
Entre los muchos libros que existen sobre la homosexualidad (básicamente masculina) en la Grecia clásica y helenística, el presente manual del británico K. J. Dover -nacido en 1920 y profesor en Oxford- se hizo un muy destacado lugar tras su edición primera en 1978 -hay otras posteriores, aumentadas, de las que procede nuestra traducción- precisamente por su método, que consiste en analizar los testimonios directos y fidedignos que de ese mundo nos han llegado, desde la literatura a las figuras (por lo general algo anteriores) en cerámicas vasculares…
Partiendo de lo inmediato, casi diríamos de lo palpable, Dover hace un libro claramente erudito, pleno de citas y referencias, pero al tiempo ameno y sabio por la manera clara y nada pudibunda que posee al encarar el tema, que fue tan “espinoso” para muchos filólogos clásicos, sobre todo del siglo XIX. Además de las pinturas en ánforas y vasos, Dover parte de cuatro cuerpos textuales básicos: El discurso de Esquines “Contra Timarco” (que se había prostituido, siendo un ciudadano activo en la Asamblea de Atenas), la lírica arcaica y el llamado “libro II” de los poemas de Teognis de Mégara, dirigidos a Cirno. Los “Diálogos” platónicos, en especial los más tempranos (de “Lisis” a “El banquete”) y los epigramas helenísticos tal como se recogen, por vez primera, en la famosa “Corona” de Meleagro -de hacia el 100 a.C.- y que abundarían más en época romana. Con tanto y tan poco (muy analizado y cotejado con piezas secundarias, como las de Jenofonte, al respecto) Dover puede llegar a múltiples y detalladas conclusiones, que todavía sorprenderán a algún lector -aunque el tema salió hace tiempo de los “infiernos” al que otros querrían gustosos devolverlo- que asume el actual y equivocado sentido de la voz “pederasta”, tan distinto (sobre todo en violencia y edad) al uso griego.
La homosexualidad masculina fue muy natural en la Grecia clásica -y más vital incluso en la helenística, menos codificada- aunque había maneras y modos que variaban de ciudad en ciudad. Si Esquines ataca a Timarco (al que defenderá un más joven Demóstenes) no es porque se haya prostituido y menos por gustar de las relaciones homosexuales, lo ataca porque estaba prohibida la prostitución a ciudadanos con cargos o participación en la vida pública. En Atenas se prostituían (y estaban censados) ciudadanos sin particular significación y sobre todo extranjeros. Poco misterio.
Gimnasios y palestras (lugares de educación, desnudez, juventud y ejercicio) se llenaban de muchachitos guapos (”erómenos”, amados) solícita y a veces tenazmente perseguidos por los “erastés” o amantes, más mayores. Si se veía “buena intención” en el erasta, el problema se dirimía en una cacería amorosa (de ahí los símiles venatorios, a los que los griegos eran tan aficionados) sin que, como es natural, sepamos siempre donde terminaba el camino, o hasta donde llegaban las dádivas de amantes y amados. Por supuesto podía tratarse, a veces, de meros amores mentales, cariñosos y pedagógicos, pero otras muchas veces todo culminaba en la realización sexual (coito anal o intercrural) en el que el joven era inicialmente pasivo y el mayor activo, claro que si la relación continuaba podían volverse las tornas, del modo mismo que al hacerse mayor -una vez dejado de ser joven, “neanías”- el antiguo pasivo se volvería activo con otro “paidiká” o muchacho. La diferencia de edad y rol eran muy importantes para el funcionamiento normal de la homosexualidad griega, entendiéndose como una suerte de “vicio” (tolerado) la unión entre adultos o de similar edad, a no ser -cosa poco frecuente- entre jóvenes. El cortejo o las relaciones (que podían tardar) comprendían, en la edad del menor, desde su nubilidad hasta los 20 o 21 años. Luego ya eran hombres. El tan habitual término “efebo” aludía casi exclusivamente al chico de 19 años. Los antiguos acudieron a más jovencitos, en la época helenística parece ser más apreciada la efebía…
El libro está plagado de interesantes ejemplos, matices y reproducciones cerámicas, que (con distingos y cautelas) enseñan como natural lo que para los griegos fue natural. ¿No eran modelo de amor, Harmodio y Aristogitón, los venerados tiranicidas, que libraron a Atenas de ese absolutismo? Alguno se podrá preguntar qué ocurría con los feos, pues todo está lleno de “hermosos”, pero es que la cultura griega clásica -y algo ha heredado nuestro hoy publicitario- perteneció rabiosamente al elitismo.
(luisantoniodevillena.es)