30 Αυγούστου 2012

ΧΑΛΚΙΔΙΖΕΙΝ

Vanguelis Kiris (Grecia)

A poca distancia de Tebas, en el ágora de Calcis, en Eubea, existía una tumba no menos notable que la de Diocles. Plutarco, citando a un Aristóteles, que más parece el historiador de Calcis que el filósofo, relata lo siguiente poniéndolo en boca de su hijo:
Conoceréis sin duda la historia de Cleómaco de Farsalo y en qué circunstancias murió en combate.
-No, lo que es nosotros, la ignoramos -dijo Pemptides en nombre de sus amigos-, y la oiremos con gusto.
-En efecto, merece la pena -siguió mi padre-. Cleómaco había acudido en socorro de las gentes de Calcis, en lo más crudo de la guerra lelantina que oponía a estos y a las gentes de Eretria. Los de Calcis disponían de una infantería sólida pero apenas estaban en condiciones de resistir a la caballería enemiga; de modo que solicitaron a su aliado Cleómaco, hombre de magnífico valor, que atacara, el primero, a los escuadrones enemigos. Como el joven a quien amaba estaba allí, Cleómaco le preguntó si deseaba contemplar la batalla; el muchacho le respondió afirmativamente, le abrazó con ternura y le puso el casco. Entonces Cleómaco, ardoroso, llevó consigo a los tesalios más bravos, dio una carga espléndida y cayó sobre los enemigos, los derrotó y dispersó su caballería. La infantería de Eretria también huyó tras este éxito, de modo que los de Calcis obtuvieron una victoria completa. Pero Cleómaco había hallado la muerte en el combate. En el ágora de su ciudad los de Calcis muestran su tumba, todavía hoy coronada por su alta columna, y el amor por los muchachos que anteriormente experimentaban fue desde entonces todavía más favorecido y honrado.
(Aristóteles, si bien dice que Cleómaco fue muerto al triunfar en el combate sobre los de Eretria, se aparta de este relato: según él, el guerrero abrazado por su joven amigo habría sido uno de los de Calcis de Tracia, enviados en socorro de los de Calcis de Eubea; a partir de entonces los de Calcis cantarían la siguiente estrofa:

Niños (paides) tan colmados de gracias
como vuestros padres de virtud,
no neguéis a los valientes
la proximidad de vuestra hermosura:
con el valor floreció
en las ciudades de los de Calcis
el Amor que relaja los miembros.)

Finalmente, según cuenta el poeta Dionisio en sus Orígenes, el nombre del erasta sería Anto y el del erómeno, Filisto.

Bernard Sergent: La homosexualidad en los mitos griegos (Alta Fulla, 1986)

20 Αυγούστου 2012

ΘΕΟΚΡΙΤΟΥ ΕΙΔΥΛΛΙΟΝ ΧΙΙΙ. (ΥΛΑΣ)

Hilas y Heracles
en la película
Jasón y los Argonáutas (1963)

“Idilio XIII”, de Teócrito

La divinidad, sea cual fuere, de quien nació tal hijo, no engendró a Amor para nosotros solos, Nicias, como pensábamos; no somos los primeros a los que lo hermoso hermoso les parece nosotros, que somos mortales, que el mañana no vemos. También el guerrero de corazón bronce, el hijo de Anfitrión, el que afrontó al león terrible, se prendó de un doncel, del adorable Hilas, que lucía su rizosa melena. Enseñable, cual hace un padre con su querido hijo, todos los conocimientos que a él le habían servido para ser un héroe celebrado. Nunca lo dejaba, ni al llegar el mediodía, ni cuando la Aurora de albos corceles se remontaba a los dominios de Zeus, ni cuando los polluelos piando miraban al nido mientras su madre agitaba las alas en la ahumada percha, pendiente siempre de que el doncel acabara formado según su designio y de que por su propio esfuerzo se convirtiera en un verdadero hombre. Y así, cuando Jasón Esónida se disponía a navegar en busca del vellocino de oro e iban a acompañarle los paladines elegidos en todas las ciudades para prestar ayuda en la empresa, llegó también a la opulencia Yolco el hombre de los penosos trabajos, el hijo de Alcmena, heroína de Midea, y con él de dirigió Hilas a Argo, la nave de fuertes bancos que no tocó las azules Rocas Chocadoras, sino que pasó entre ellas y corrió rumbo al profundo Fasis, cual águila al espacioso mar; por ello quedaron desde entonces fijos estos escollos.
Cuando se leventan las Pléyades y en las alzadas pacen los jóvenes corderos, al declinar ya la primavera, aquel divino grupo de héroes escogidos se hizo a la mar, y a bordo de la cóncava Argo llegaron al Helesponto en tres días con el viento Sur. Tomaron puerto dentro de la propóntide, donde los bueyes del país de Cío desgastan los arados abriendo anchos surcos. Desembarcaron en la playa y al atardecer pusiéronse por parejas a preparar la cena y, aunque eran muchos, dispusieron un solo lecho, pues había una pradera que les ofrecía mucho servicio para sus yacijas. En ella cortaron agudo cárex y altas juncias. El rubio Hilas fue con una vasija de bronce a buscar agua para la cena del propio Heracles y del intrépido Telamón, ya que estos dos amigos compartían siempre la misma mesa. Pronto advirtió una fuente en una hondonada, a cuyo alrededor abundaban los juncos, la obscura celidonia, el verde culantrillo, el florido apio y la reptante grama. En medio del agua danzaban las Ninfas en corro, las Ninfas que nunca duermen, deidades terribles para los campesinos: Éunica y Málide y Niquía, de ojos de primavera.
Fue el mancebo con prisa a hundir la grande jarra en la fontana, mas ellas lo asieron todas de la mano, que a todas el tierno corazón les rindió amor con el deseo del muchacho argivo. Cayó él de golpe en el agua obscura, como cuando del cielo cae una encendida estrella de golpe al mar, y dice el marinero a sus iguales: “Largad velas, muchachos, que se levanta el viento”.
Tenían las ninfas al lloroso mancebo en su regazo y lo consolaban con palabras tiernas. El hijo de Anfitrión, acongojado, había salido en busca del doncel, con su arco, bien corvado a la manera escita, y su clava, que siempre le pendía de la diestra. “¡Hilas”, gritó tres veces cuanto pudo con su fuerte garganta; tres veces el doncel le respondió, pero su voz salió tenue del agua, y, estando tan cerca, lejos parecía. Cuando un cervato bala por los montes, el león carnicero corre de su cubil en busca de la comida ya segura. Tal se agitaba Heracles, que añoraba al doncel, por breñas no pisadas, recorriendo gran trecho. ¡Cuitados los amantes! ¡Cuánto penó por montes y maleza! La empresa de Jasón no le importaba ya.
Hallábase la nave tripulada por todos por presentes, los aparejos estaban izados, y los héroes, en mitad de la noche, aprestaban las velas aguardando a Heracles; mas él iba enloquecido a donde sus pies lo condujeran, pues en dios cruel le desgarraba por dentro las entrañas. Así, entre los bienaventurados se encuentra ahora el bellísimo Hilas. A Heraclés, en cambio, reprochábanle los héroes haber abandonado la nave, pues dejó a Argo, la nao de treinta bancos, y llegó a pie a la Cóquide y al inhóspito Fasis.

Bucólicos griegos (Gredos, 1986)
trad. M. García Teijeiro – Mª T. Molinos Tejada

11 Αυγούστου 2012

ΘΕΟΚΡΙΤΟΣ 3

Delmas Howe (EEUU): Hilas y Heracles

La tumba de Diocles nos evoca uno de los temas clave no sólo de la literatura griega, sino de toda la poesía amorosa: el paso del tiempo y la inevitabilidad de la muerte. Como dice uno de los personajes de Teócrito al recalcitrante joven que corteja (XXIX):
Por tus suaves labios, te pido que recuerdes
que eras más joven hace doce meses:
antes de que un hombre pueda escupir, estamos viejos y arrugados.
Este pesimismo melancólico alterna con el alegremente resignado carpe diem. Ya que la muerte es inevitable y que ha de ocurrir antes de lo que pensamos, el amor es todavía más necesario y urgente. Lejos de ofrecer una visión trivial, idealizada, del amor, en un mundo perfecto inexistente, la poesía de Teócrito puede, sin previo aviso, herir al lector desprevenido con un rayo momentáneo de reflexión depresiva. Quizá la mejor manera de resumir la fundamental actitud de Teócrito con respeto al amor, una vez que hemos admirado la belleza y puesto aparte su contexto pastoril, sea citar dos versos del Idilio XXX:
Pero el enamorado se alimenta sólo de recuerdos,
mientras que el deseo le consume hasta los huesos.
Esta imagen del amor como una enfermedad devastadora o incluso como podredumbre post mortem, lejos de parecer inapropiada para el tono exultantemente erótico de tantos poemas de Teócrito, sirve para confirmar y subrayar ese aire de pesimismo melancólico mencionado. La vida es más hermosa todavía si pensamos en cómo termina. Se trata de un mundo en el que, a pesar de que las uvas abundan en la vid y el vino nunca falta, a pesar de que los cuerpos de los muchachos y muchachas que cuidan sus rebaños en fértiles campos son siempre esbeltos y hermosos, “las uvas se secan; las rosas se marchitan y mueren” (XXVII). La muerte puede aparecer en cualquier momento –y ningún momento es bueno para la visita- para repetir su eterna amenaza: Et in Arcadia ego.
Y así, Teócrito, el más radiante y lúcido de los poetas eróticos, es también el primero de los grandes elegíacos. Su descripción de la muerte de Hilas y del subsiguiente duelo de Heracles (XIII) es mucho más conmovedoramente erótica que la fría narración que de los mismos sucesos hace Apolonio en La Argonáutica.

Gregory Woods: Historia de la Literatura Gay (Akal, 2001)
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