Hilas y Heracles
en la película
Jasón y los Argonáutas (1963)
“Idilio XIII”, de Teócrito
La divinidad, sea cual fuere, de quien nació tal hijo, no engendró a Amor para nosotros solos, Nicias, como pensábamos; no somos los primeros a los que lo hermoso hermoso les parece nosotros, que somos mortales, que el mañana no vemos. También el guerrero de corazón bronce, el hijo de Anfitrión, el que afrontó al león terrible, se prendó de un doncel, del adorable Hilas, que lucía su rizosa melena. Enseñable, cual hace un padre con su querido hijo, todos los conocimientos que a él le habían servido para ser un héroe celebrado. Nunca lo dejaba, ni al llegar el mediodía, ni cuando la Aurora de albos corceles se remontaba a los dominios de Zeus, ni cuando los polluelos piando miraban al nido mientras su madre agitaba las alas en la ahumada percha, pendiente siempre de que el doncel acabara formado según su designio y de que por su propio esfuerzo se convirtiera en un verdadero hombre. Y así, cuando Jasón Esónida se disponía a navegar en busca del vellocino de oro e iban a acompañarle los paladines elegidos en todas las ciudades para prestar ayuda en la empresa, llegó también a la opulencia Yolco el hombre de los penosos trabajos, el hijo de Alcmena, heroína de Midea, y con él de dirigió Hilas a Argo, la nave de fuertes bancos que no tocó las azules Rocas Chocadoras, sino que pasó entre ellas y corrió rumbo al profundo Fasis, cual águila al espacioso mar; por ello quedaron desde entonces fijos estos escollos.
Cuando se leventan las Pléyades y en las alzadas pacen los jóvenes corderos, al declinar ya la primavera, aquel divino grupo de héroes escogidos se hizo a la mar, y a bordo de la cóncava Argo llegaron al Helesponto en tres días con el viento Sur. Tomaron puerto dentro de la propóntide, donde los bueyes del país de Cío desgastan los arados abriendo anchos surcos. Desembarcaron en la playa y al atardecer pusiéronse por parejas a preparar la cena y, aunque eran muchos, dispusieron un solo lecho, pues había una pradera que les ofrecía mucho servicio para sus yacijas. En ella cortaron agudo cárex y altas juncias. El rubio Hilas fue con una vasija de bronce a buscar agua para la cena del propio Heracles y del intrépido Telamón, ya que estos dos amigos compartían siempre la misma mesa. Pronto advirtió una fuente en una hondonada, a cuyo alrededor abundaban los juncos, la obscura celidonia, el verde culantrillo, el florido apio y la reptante grama. En medio del agua danzaban las Ninfas en corro, las Ninfas que nunca duermen, deidades terribles para los campesinos: Éunica y Málide y Niquía, de ojos de primavera.
Fue el mancebo con prisa a hundir la grande jarra en la fontana, mas ellas lo asieron todas de la mano, que a todas el tierno corazón les rindió amor con el deseo del muchacho argivo. Cayó él de golpe en el agua obscura, como cuando del cielo cae una encendida estrella de golpe al mar, y dice el marinero a sus iguales: “Largad velas, muchachos, que se levanta el viento”.
Tenían las ninfas al lloroso mancebo en su regazo y lo consolaban con palabras tiernas. El hijo de Anfitrión, acongojado, había salido en busca del doncel, con su arco, bien corvado a la manera escita, y su clava, que siempre le pendía de la diestra. “¡Hilas”, gritó tres veces cuanto pudo con su fuerte garganta; tres veces el doncel le respondió, pero su voz salió tenue del agua, y, estando tan cerca, lejos parecía. Cuando un cervato bala por los montes, el león carnicero corre de su cubil en busca de la comida ya segura. Tal se agitaba Heracles, que añoraba al doncel, por breñas no pisadas, recorriendo gran trecho. ¡Cuitados los amantes! ¡Cuánto penó por montes y maleza! La empresa de Jasón no le importaba ya.
Hallábase la nave tripulada por todos por presentes, los aparejos estaban izados, y los héroes, en mitad de la noche, aprestaban las velas aguardando a Heracles; mas él iba enloquecido a donde sus pies lo condujeran, pues en dios cruel le desgarraba por dentro las entrañas. Así, entre los bienaventurados se encuentra ahora el bellísimo Hilas. A Heraclés, en cambio, reprochábanle los héroes haber abandonado la nave, pues dejó a Argo, la nao de treinta bancos, y llegó a pie a la Cóquide y al inhóspito Fasis.
La divinidad, sea cual fuere, de quien nació tal hijo, no engendró a Amor para nosotros solos, Nicias, como pensábamos; no somos los primeros a los que lo hermoso hermoso les parece nosotros, que somos mortales, que el mañana no vemos. También el guerrero de corazón bronce, el hijo de Anfitrión, el que afrontó al león terrible, se prendó de un doncel, del adorable Hilas, que lucía su rizosa melena. Enseñable, cual hace un padre con su querido hijo, todos los conocimientos que a él le habían servido para ser un héroe celebrado. Nunca lo dejaba, ni al llegar el mediodía, ni cuando la Aurora de albos corceles se remontaba a los dominios de Zeus, ni cuando los polluelos piando miraban al nido mientras su madre agitaba las alas en la ahumada percha, pendiente siempre de que el doncel acabara formado según su designio y de que por su propio esfuerzo se convirtiera en un verdadero hombre. Y así, cuando Jasón Esónida se disponía a navegar en busca del vellocino de oro e iban a acompañarle los paladines elegidos en todas las ciudades para prestar ayuda en la empresa, llegó también a la opulencia Yolco el hombre de los penosos trabajos, el hijo de Alcmena, heroína de Midea, y con él de dirigió Hilas a Argo, la nave de fuertes bancos que no tocó las azules Rocas Chocadoras, sino que pasó entre ellas y corrió rumbo al profundo Fasis, cual águila al espacioso mar; por ello quedaron desde entonces fijos estos escollos.
Cuando se leventan las Pléyades y en las alzadas pacen los jóvenes corderos, al declinar ya la primavera, aquel divino grupo de héroes escogidos se hizo a la mar, y a bordo de la cóncava Argo llegaron al Helesponto en tres días con el viento Sur. Tomaron puerto dentro de la propóntide, donde los bueyes del país de Cío desgastan los arados abriendo anchos surcos. Desembarcaron en la playa y al atardecer pusiéronse por parejas a preparar la cena y, aunque eran muchos, dispusieron un solo lecho, pues había una pradera que les ofrecía mucho servicio para sus yacijas. En ella cortaron agudo cárex y altas juncias. El rubio Hilas fue con una vasija de bronce a buscar agua para la cena del propio Heracles y del intrépido Telamón, ya que estos dos amigos compartían siempre la misma mesa. Pronto advirtió una fuente en una hondonada, a cuyo alrededor abundaban los juncos, la obscura celidonia, el verde culantrillo, el florido apio y la reptante grama. En medio del agua danzaban las Ninfas en corro, las Ninfas que nunca duermen, deidades terribles para los campesinos: Éunica y Málide y Niquía, de ojos de primavera.
Fue el mancebo con prisa a hundir la grande jarra en la fontana, mas ellas lo asieron todas de la mano, que a todas el tierno corazón les rindió amor con el deseo del muchacho argivo. Cayó él de golpe en el agua obscura, como cuando del cielo cae una encendida estrella de golpe al mar, y dice el marinero a sus iguales: “Largad velas, muchachos, que se levanta el viento”.
Tenían las ninfas al lloroso mancebo en su regazo y lo consolaban con palabras tiernas. El hijo de Anfitrión, acongojado, había salido en busca del doncel, con su arco, bien corvado a la manera escita, y su clava, que siempre le pendía de la diestra. “¡Hilas”, gritó tres veces cuanto pudo con su fuerte garganta; tres veces el doncel le respondió, pero su voz salió tenue del agua, y, estando tan cerca, lejos parecía. Cuando un cervato bala por los montes, el león carnicero corre de su cubil en busca de la comida ya segura. Tal se agitaba Heracles, que añoraba al doncel, por breñas no pisadas, recorriendo gran trecho. ¡Cuitados los amantes! ¡Cuánto penó por montes y maleza! La empresa de Jasón no le importaba ya.
Hallábase la nave tripulada por todos por presentes, los aparejos estaban izados, y los héroes, en mitad de la noche, aprestaban las velas aguardando a Heracles; mas él iba enloquecido a donde sus pies lo condujeran, pues en dios cruel le desgarraba por dentro las entrañas. Así, entre los bienaventurados se encuentra ahora el bellísimo Hilas. A Heraclés, en cambio, reprochábanle los héroes haber abandonado la nave, pues dejó a Argo, la nao de treinta bancos, y llegó a pie a la Cóquide y al inhóspito Fasis.
Bucólicos griegos (Gredos, 1986)
trad. M. García Teijeiro – Mª T. Molinos Tejada
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