Atribuida al Pintor de Oltos, esta copa de figuras rojas de 510 a.C.,
nos muestra ;
«dos heteras desnudas recostadas sobre almohadones. La de la izquierda
con
el pelo recogido en un sakos toca el doble aulós. La de la derecha, coronada,
tiene un escifo en la izquierda y ofrece una copa de pie alto con la derecha.»
Museo Aqueológico Nacional, Madrid
El amor en los banquetes
Al lado de los thiasoi (y después de que éstos desaparecieron), existieron en Grecia otros lugares en los cuales no sólo es posible, sino también probable (y parece en cierta medida documentado) que las mujeres se amasen libremente entre sí. Pero se trataba, en esto casos, de amores muy distintos de los iniciáticos: estos otros lugares eran los banquetes, sobre cuya función social y cultural ya hemos hablado a propósito de la homosexualidad masculina.
Al lado de los thiasoi (y después de que éstos desaparecieron), existieron en Grecia otros lugares en los cuales no sólo es posible, sino también probable (y parece en cierta medida documentado) que las mujeres se amasen libremente entre sí. Pero se trataba, en esto casos, de amores muy distintos de los iniciáticos: estos otros lugares eran los banquetes, sobre cuya función social y cultural ya hemos hablado a propósito de la homosexualidad masculina.
Los banquetes, entonces, eran lugares de encuentro
destinados a los hombres. Las únicas mujeres que eran admitidas eran admitidas
eran las flautistas, las danzarinas, las acróbatas y las hetairas: Leucipe, por
ejemplo, o la rubia Euripile, la bulliciosa Gastrodora y Calicrites. Mujeres reclutadas
por hombres con papeles diversos, pero con una única función: hacer más
placentero al que pagaba el momento del banquete. Y aunque apenas se ve
reflejado, es natural pensar que en el
transcurso de estos simposios, como consecuencia espontánea de la participación
en la fiesta en la que el erotismo representaba un papel nada secundario (o
quizás, aunque es solamente una petición, a petición masculina), sucediese que
entre hetairas, flautistas, acróbatas y danzarinas tuviesen lugar encuentros
amorosos más o menos ocasionales.
Esta posibilidad (además de por la lógica), está
encubierta en un poema, tan célebre como discutido, dedicado por Anacreonte a
una muchacha de Lesbos:
Otra vez Eros rubio
me echa el balón, llamándome
a jugar con la niña
de las sandalias;
reo ella –que es de Lesbos-
mi cabeza –está cana-
desprecia, y mira a otra con ojos ávidos.
Eva Cantarella: Según natura. La bisexualidad en el mundo antiguo (Akal, 1988)
Cantarella encuentra una abierta confirmación de
su hipótesis en una de las Cartas de meretrices del epistológrafo Alcifronte,
probable contemporáneo de Luciano, en la que una hetera describe a otra fiesta
en la que sólo participan mujeres (por supuesto del mismo gremio) y en cuyo
desarrollo el vino y el sexo tienen un papel central. Creo que la detallada
descripción y la gracia del pasaje permiten una cita quizás demasiado amplia:
«¡Qué fiesta hicimos (…), qué cantidad de
deleites! Canciones, bromas, bebida hasta la madrugada, perfumes, coronas,
golosinas. (…) Nos hemos emborrachado muchas veces, pero pocas tan a gusto. Pero
lo que más nos divirtió fue una reñida porfía que se entabló entre Triálide y
Mírrina en torno a cuál de las dos tenía un trasero más hermoso y delicado. En primer
lugar Mírrina, tras quitarse el cinturón, comenzó a agitar sus caderas, que a
través de su túnica de seda se veían temblar como un pastel de leche y miel,
mientras bajaba la vista por detrás para observar los movimientos de su
trasero; y suavemente, como si estuviera entregada a algún acto erótico (ενεργούσα τι ερωτικόν), comenzó a gemir de tal modo que ¡por
Afrodita!, me dejó impresionada (καταπληγήναι). Pero de ningún modo abandonó Triálide, sino que
la superó en lascivia: “Pues yo no voy s competir entre cortinas”, dijo, “ni
con remilgos, sino como en el gimnasio, porque los subterfugios no le cuadran a
esta competición”. Se quitó la túnica y curvando un poco las caderas dijo: “¡Ea,
mira el color de la piel Mírrina, qué lozano, qué inmaculado, qué puro, estas
nalgas de brillante púrpura, el apoyo de los muslos, sus carnes ni flacas ni
muy gordas, los hoyuelos por encima! Pero, “por Zeus!”, exclamó mientras,
sonreía maliciosamente, “no tiemblan como las de Mírrina”. Y ejecutó tal
vibración del trasero, mientras que toda ella se agitaba sobre sus caderas a un
lado y a otro como ondulándose, que todas aplaudimos y declaramos suya la
victoria. Hubo también comparaciones de talle y competiciones de tetas (…)»
Juan Francisco Martos Montiel: Desde Lesbos con amor:Homosexualidad femenina en la antigüedad (Ediciones clásicas, 1996)
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