“Idilio XXIII”, de Teócrito
Un hombre apasionado amaba a un cruel adolescente, si por belleza notable, no en cambio igual en su conducta. A su enamorado detestaba y ni un amable gesto tenía para con él en su ignorancia de qué dios es el Amor, qué dardos amargos les dispara a los muchachos, y áspero de todo punto era en las palabras y en el trato. No había en él consuelo alguno para tales ardores, en sus labios no un breve mohín, no un luciente destello de sus ojos, no una manzana, no una palabra, no el beso que al amor da alivio. Tal como la fiera de los bosques a los cazadores mira recelosa, así con todo humano él se comportaba; salvaje era la mueca de sus labios y amenazador el mirar de sus pupilas… Su rostro se alteraba con la bilis, y el color, cercado por la insolencia de su cólera, le huía. Mas aún así seguía estando hermoso y con su cólera más el enamorado se excitaba. Y al fin éste no pudo soportar tan gran llama de la diosa Citerea, sino que, dirigiéndose entre llantos a la casa odiosa, besó sus jambas y así se alzó su voz:
«Salvaje y odioso niño, cachorro de funesta leona, niño hecho de roca e indigno del amor, a traerte he venido el presente postrero de mi soga. Pues ya, muchacho, no quiero agraviarte más con mi presencia, sino que marcho allá a donde tú me has condenado, donde dicen que está para los enamorados el remedio común de sus desdichas, donde está el olvido. Pero incluso si llevo por entero tal remedio a mis labios y lo apuro, ni así apagaré mi pasión. Mas ahora voy a decir adiós a tu puerta. Sé lo que vendrá: también la rosa es linda y el paso del tiempo la marchita, y es linda la violeta en primavera y con prontitud se agosta; blanco es el lirio, pero se marchita a poco florecer, y la nieve es blanca y se derrite al poco tiempo de caer. Y la belleza de los muchachos es hermosa pero de vida breve. Tiempo vendrá en que también marás tú, cuando, abrasado el corazón, llorarás amargas lágrimas. Pero tú, niño, dame el gusto este que será el postrero: cuando ak salir al infeliz a tus puertas veas colgado, no pasas de largo, sino quédate y llora un breve instante, y luego de derramar tuw lágrimas líbrame de la cuerda, envuélveme y cúbreme con las tropas de tu propio cuerpo y bésame por última vez. Aunque sea ya un muerto, concédeme la gracia de sus labios. No te asustes de mí, que no puedo a mi vez besarte, así, con un beso, te librarás de mí. Cávame una tumba que ocultará mi amor, y cuando vayas a marcharte, grítame por tres veces; “Ahí yaces, querido”. Y si lo deseas, añade esto: “Pereció mi hermosos camarada”. Escribe también este epitafio, que yo grabo en tus paredes: “A éste lo mató el amor. Caminante, no sigas sin pararte tu camino. Detente y pronuncia estas palabras: cruel era el amigo que tenía” ».
Tras decir esto, tomó una piedra y… la horrible piedra, até de ella (?) la fina cuerda, echó un lazo a su garganta, hizo rodar el asiento de debajo de sus pies y allí quedó suspendido, muerto. Y el otro a su vez abrió la puerta y vio el cadáver colgado en la entrada de su propia casa. Y no se le conmovió el alma, no lloró la reciente muerte, sino que manchó sobre el muerto sus ropas todas de adolescente y marchó a las competiciones del gimnasio y, tranquilamente, a los baños que eran su pasión y cerca del dios que había ultrajado. Del plinto de piedra voló al agua, pero desde la altura saltó también la estatua y mató al vil mozalbete. El agua se tiño de rojo y sobre ella flotó la voz de niño:
«Regocijaos, vosotros los amáis, pues el que odiaba recibió la muerta. Y amad, vosotros los que odiáis, pues el dios sabe hacer justicia».
Bucólicos griegos (Akal, 1986)
Edición de Máximo Brioso Sánchez
Un hombre apasionado amaba a un cruel adolescente, si por belleza notable, no en cambio igual en su conducta. A su enamorado detestaba y ni un amable gesto tenía para con él en su ignorancia de qué dios es el Amor, qué dardos amargos les dispara a los muchachos, y áspero de todo punto era en las palabras y en el trato. No había en él consuelo alguno para tales ardores, en sus labios no un breve mohín, no un luciente destello de sus ojos, no una manzana, no una palabra, no el beso que al amor da alivio. Tal como la fiera de los bosques a los cazadores mira recelosa, así con todo humano él se comportaba; salvaje era la mueca de sus labios y amenazador el mirar de sus pupilas… Su rostro se alteraba con la bilis, y el color, cercado por la insolencia de su cólera, le huía. Mas aún así seguía estando hermoso y con su cólera más el enamorado se excitaba. Y al fin éste no pudo soportar tan gran llama de la diosa Citerea, sino que, dirigiéndose entre llantos a la casa odiosa, besó sus jambas y así se alzó su voz:
«Salvaje y odioso niño, cachorro de funesta leona, niño hecho de roca e indigno del amor, a traerte he venido el presente postrero de mi soga. Pues ya, muchacho, no quiero agraviarte más con mi presencia, sino que marcho allá a donde tú me has condenado, donde dicen que está para los enamorados el remedio común de sus desdichas, donde está el olvido. Pero incluso si llevo por entero tal remedio a mis labios y lo apuro, ni así apagaré mi pasión. Mas ahora voy a decir adiós a tu puerta. Sé lo que vendrá: también la rosa es linda y el paso del tiempo la marchita, y es linda la violeta en primavera y con prontitud se agosta; blanco es el lirio, pero se marchita a poco florecer, y la nieve es blanca y se derrite al poco tiempo de caer. Y la belleza de los muchachos es hermosa pero de vida breve. Tiempo vendrá en que también marás tú, cuando, abrasado el corazón, llorarás amargas lágrimas. Pero tú, niño, dame el gusto este que será el postrero: cuando ak salir al infeliz a tus puertas veas colgado, no pasas de largo, sino quédate y llora un breve instante, y luego de derramar tuw lágrimas líbrame de la cuerda, envuélveme y cúbreme con las tropas de tu propio cuerpo y bésame por última vez. Aunque sea ya un muerto, concédeme la gracia de sus labios. No te asustes de mí, que no puedo a mi vez besarte, así, con un beso, te librarás de mí. Cávame una tumba que ocultará mi amor, y cuando vayas a marcharte, grítame por tres veces; “Ahí yaces, querido”. Y si lo deseas, añade esto: “Pereció mi hermosos camarada”. Escribe también este epitafio, que yo grabo en tus paredes: “A éste lo mató el amor. Caminante, no sigas sin pararte tu camino. Detente y pronuncia estas palabras: cruel era el amigo que tenía” ».
Tras decir esto, tomó una piedra y… la horrible piedra, até de ella (?) la fina cuerda, echó un lazo a su garganta, hizo rodar el asiento de debajo de sus pies y allí quedó suspendido, muerto. Y el otro a su vez abrió la puerta y vio el cadáver colgado en la entrada de su propia casa. Y no se le conmovió el alma, no lloró la reciente muerte, sino que manchó sobre el muerto sus ropas todas de adolescente y marchó a las competiciones del gimnasio y, tranquilamente, a los baños que eran su pasión y cerca del dios que había ultrajado. Del plinto de piedra voló al agua, pero desde la altura saltó también la estatua y mató al vil mozalbete. El agua se tiño de rojo y sobre ella flotó la voz de niño:
«Regocijaos, vosotros los amáis, pues el que odiaba recibió la muerta. Y amad, vosotros los que odiáis, pues el dios sabe hacer justicia».
Bucólicos griegos (Akal, 1986)
Edición de Máximo Brioso Sánchez
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