Para mí, el aspecto más delicioso de los Idilios de Teócrito se halla en la asociación entre los placeres de la improvisada poesía amorosa y el acto mismo de hacer el amor. En la obra de Teócrito, la vista de una persona digna de amar desata un torrente verbal panegírico. Los diálogos, incluso los competitivos o de rivalidad, son formas de cortejo. Un bello poema merece los besos de una muchacha o de un joven hermoso. Un poema erótico puede provocar reacciones físicas y recompensas incluso más deliciosas. En estos idilios, los jóvenes tienen ocupaciones modestas pero útiles, por lo general cuidando rebaños de ovejas o de cabras, y son, sin duda, pobres. Pero nunca desean riquezas más grandes que un panal recién cogido, una siringa nueva o la armonía y dulzura de un amante hermosos. En la mayoría de los poemas aparecen guardando sus rebaños y al propio tiempo en una agradable holganza. Hay aquí mucho de loe Walt Whitman llamaría “haraganería”. Buena parte del tiempo de estos pastores estña dedicado al cortejo amoroso, prolijo y sosegado. La excitación sexual va y viene.
Algunas de las fiestas y costumbres arcádicas vistas o inventadas por Teócrito producen la impresión de que estamos ante una cultura casi intoxicada por su expansiva sexualidad. Véase como ejemplo el siguiente fragmento del Idilio XIII:
Gregory Woods: Historia de la Literatura Gay (Akal, 2001)
Algunas de las fiestas y costumbres arcádicas vistas o inventadas por Teócrito producen la impresión de que estamos ante una cultura casi intoxicada por su expansiva sexualidad. Véase como ejemplo el siguiente fragmento del Idilio XIII:
Niceros, hombres de Megara, primeros entre los remeros,Diocles fue un ateniense que murió intentando salvar la vida de un joven a quien amaba. Los muchachos que honran su tumba con esa excitante competición erótica lo hacen a modo de preparación para conseguir el honor de ser amados por alguien como Diocles, si es que exista otro hombre semejante. Se preparan para poder besarle del modo más dulce y estar a la altura del honor recibido. Lo importante es que al relacionar los juegos eróticos con la yumba de Diocles esos jóvenes están aceptando las normas de heroísmo, virilidad y fidelidad masculinas de su sociedad. El último verso de los citados no precisa, es obvio, de grandes comentarios. El afortunado hombre que juzga a los muchachos puede entregarse honorablemente a la promiscuidad, aunque sólo sea mientras dure la competición, incluso si se limita a imaginar el placer, todavía más dulce, de hacer el amor con ellos. El lector, sin duda, se halla en una posición semejante, pero sin los besos
ojalá prosperéis y seáis bendecidos por el honor
con que tratasteis a Diocles, el extranjero del Ática,
amante de los jóvenes. Al comienzo de cada primavera
los muchachos siguen reuniéndose en torno a su tumba y compiten
en torneos del arte del amor. Y aquel cuyos besos,
labio con labio, son juzgados como los más dulces volverá a casa,
junto a su madre, adornado con las guirnaldas de la victoria.
¡Es un hombre afortunado el elegido como juez!
Gregory Woods: Historia de la Literatura Gay (Akal, 2001)
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